A partir del yo autobiográfico de La arboleda perdida, donde hace el recuento de las «cosas reales» que lo empujaron al «precipicio», Alberti construye un personaje en busca de su propia identidad mediante las figuras del cuerpo deshabitado y del ángel, lo cual permite rastrear una suerte de itinerario espiritual a lo largo del libro, construido por confluencias de voces, con un cariz de viaje interior presentado como una vía dolorosa donde predomina el mal sobre el bien y el infierno sobre el cielo, una elegía áspera montada sobre la fascinación por la composición de lugar de los ejercicios espirituales de San Ignacio y otros textos de ajuste de cuentas con la educación jesuítica.
En el fondo puede leerse como una ascética en la que sólo el aprendizaje de la caída permite que el último ángel, «caído, alicortado», vuelva a levantarse. Las referencias a la tradición dan cuenta de un amplio diálogo con imágenes del arte y la literatura: el Bosco, los Brueghel, Bouts, Swedenborg, Blake, Baudelaire, el Apocalipsis, Ezequiel, Isaías, Rimbaud y Bécquer, ilustradores como el Doré de La Divina comedia o El paraíso perdido, los ángeles de los Beatos medievales.
El horizonte de expectativa más inmediato a la redacción de Sobre los ángeles es el del surrealismo. Aunque Alberti no se consideró «un superrealista consciente», concede que «la cosa estaba en la atmósfera», tan cerca como su amistad con Dalí y Buñuel. Las citas de un Bécquer atormentado («Huésped de las nieblas») se asocian con la urgencia de «un automatismo no buscado» contrarrestado a su vez por la defensa de la claridad y la conciencia vigilante: «pero mi canto no era oscuro…». El eje de la cuestión no está en la escritura automática,sino en la apertura indudable de un espacio de rebeldía frente a la moral burguesa, en cierto malditismo revelado por la presencia de Rimbaud, de Baudelaire, de Juan Larrea.
Paraíso perdido. Tras franquear la entrada al texto, la primera pregunta es por el paraíso —cristiano en la misma medida en que son cristianos los ángeles, es decir las ideas tradicionales vertidas en contenidos seculares— y la primera respuesta es el silencio. La interrogación prosigue a través de un paisaje visionario («ciudades sin respuesta», «hombres fijos», «cantos petrificados», «vientos inertes», «negras simas») y de nuevo con el silencio.
El cuerpo deshabitado. El cuerpo abandonado por el alma es el título de una secuencia de poemas y quizá el motivo central de la primera parte, con cierto trasfondo de desengaño barroco ligado a temas quevedianos («desierto estoy de mí»), y con el embate de «mundos enteros» que se yerguen «contra mí, dormido / maniatado, indefenso». Sólo al final de esta parte, como en la segunda, las apariciones de «El ángel bueno» constituyen una especie de reflujo en el largo y penoso viaje a través del infierno.
Los dos ángeles. En la segunda parte continúa el combate del «ángel de la luz» y el «ángel de las nieblas» en el campo de batalla del yo, con la victoria de este último y sus cofrades raudos, crueles, engañosos, feos, iracundos, vengativos.
Toda la poesía de Alberti se construye sobre dicotomías: pureza/impureza, armonía/desorden, capaces de subdividirse en otras más concretas: alma/cuerpo, cielo/infierno, luz/sombra. Aquí predominan los términos negativos de la polaridad, aunque no de modo absoluto.