El marinerito de mi carta de 1925 creció muy pronto. Su marinera preciosa de mis calles del mar se le quedó tan en hilo, que al poeta le daba vergüenza salir a la calle de Madrid con tanta carne fuera. Se disculpó un instante, con trajes antiguos y de última moda: traje macizo de siglo de oro rubendarioso, traje negro y azafrán de aficionado a profeta, llamativo traje de ista, y entre ellos, traje de luces, traje de payaso. Dio un salto de azar, y subiéndose a determinados hombros de muertos y vivos, cogió, como en Yeats, por la pantorrilla, a los ángeles sin traje. Luchó con ellos, hablando siempre, venció, fue vencido. Su juramento de jabalina tenía mucha verdad en su gran mentira, y el rafaelazo que dio al caer del cielo raso de su arte, ante mil espectadores rientes y guasones, le dolía en el encéfalo y en el hígado. (¿Se rascaban también algunos ángeles románicos?)