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ARQUITECTURA, RESIDENCIA Y EXILIO
Carlos Sambricio
El catedrático de Historia de la Arquitectura y del Urbanismo y director del ciclo Diálogo entre dos generaciones. Nuevas «Sesiones críticas» de Arquitectura, que se desarrolla en la Residencia de Estudiantes, Carlos Sambricio, dedica su artículo al pensamiento arquitectónico en el ambiente de la Residencia histórica, desde donde se dieron a conocer los supuestos de la vanguardia europea. Así mismo, analiza las diferencias teóricas que surgen desde las tendencias más renovadoras que se enfrentan a las posiciones más conservadoras, y las opciones que las primeras reivindican en un valioso debate que se verá interrumpido con el estallido de la guerra civil y la marcha al exilio de los principales protagonistas del periodo. |
Sorprendente aquel primer número de Residencia publicado en 1926; y sorprendente, sobre todo, por la importancia que en él cobraba la arquitectura: porque junto a comentarios de Azorín o Ramón Gómez de la Serna sobre el paisaje urbano madrileño, Moreno Villa reseñaba la obra de Flórez y Luque en la propia Residencia, se hacía publicidad de la revista Arquitectura Española (aquella singular publicación editada por don Pablo Gutiérrez Moreno, aquel a quien Carande, en su Galería de raros, llamara afectuosamente «don Pablito») o aparecía la noticia de la visita de un grupo de arquitectos ingleses a España, detallando el viaje y comentando su estancia en la Residencia. Podría deducirse, en consecuencia, cuánto la arquitectura interesaba en aquellos años al ambiente de la Residencia; pero la extrañeza viene cuando contrastamos el contenido de lo difundido con la opción vanguardista que simultáneamente se proponía desde la literatura, cuando Valéry, Blaise Cendrars o Max Jacob visitaban la Residencia, disertando sobre Baudelaire, la literatura negra o la literatura japonesa. Extraña contradicción El espíritu de la Residencia fue, como se ha señalado, vitalizar la cultura española por medio de una moral colectiva basada en el cultivo de la ciencia; pero a la vista de aquel primer número de la revista cabría pensar que en el seno de la institución hubo dos actitudes distintas: una, la de quienes -como Jiménez Fraud- reclamaban un Saber académico acorde con las preocupaciones inglesas o alemanas, y otra, mantenida por algunos jóvenes residentes, que reclamaba la opción de la vanguardia europea; y reflejo de esta no coincidencia fue el silencio de la revista ante un hecho tan destacado como las conferencias que Le Corbusier, Mendelsohn, Gropius o Lutyens impartieron en aquellos años. Para quienes hoy valoran la arquitectura de los veinte y treinta sólo desde la referencia a la vanguardia, cuanto entonces ocurrió en la Residencia implica una extraña contradicción, porque si bien fue allí donde se dieron a conocer los supuestos de la vanguardia europea, también es cierto que las citadas conferencias provocaron el rechazo del pequeño grupo de jóvenes arquitectos próximos a la Residencia (Lacasa, Sánchez Arcas, Martín Domínguez.) en base precisamente al carácter formal y gratuito de éstas, llegando Lacasa (un Lacasa colaborador de Wolf en el plano de Dresde, traductor de Muthesius y autor del pabellón de la Fundación Rockefeller, es decir, arquitecto con más que amplia información de cuanto en esos momentos ocurría en Europa) a calificar a Le Corbusier de «periodista y charlatán», reclamando en cambio la figura de Tessenow, «arquitecto humilde». Y el rechazo que aquellas conferencias produjeron en el núcleo de los arquitectos ligados a la Residencia es clave, en mi opinión, para comprender cómo su reflexión sobre la arquitectura se caracterizó tanto por el rechazo al gesto como por su voluntad en profundizar sobre la tradición. El concepto «tradición» tenía, en aquellos años, acepciones bien distintas: para algunos, el recurso a la tradición suponía retomar la arquitectura del pasado; para otros, por el contrario, tradición significaba ahondar en lo popular, buscar las raíces de una esencia. Frente a quienes asumieron la opción conservadora, buscando retornar a un pasado que nunca existió, los comentarios de Ortega y Gasset o Torres Balbás fueron contundentes: «Existen algunos -dirá el primero- que reivindican la tradición: pero son ellos precisamente los que no la siguen porque tradición significa cambio», a lo que añadiría poco después (al criticar el falso regionalismo) cómo «En las calles de Madrid encontramos cada día mayor número de casas madrileñas. Parejamente, Sevilla se está llenando hasta los bordes de sevillanerías: y ahora vamos a preguntarnos si es éste un hecho reconfortante o desesperante». Y comenta, en el mismo sentido, Torres Balbás: «En nombre de ese falso y desgraciado casticismo se nos quiso imponer el pastiche, fijándose en las normas más exteriores de algunos edificios de estas épocas, que se ha trasladado a nuestras modernas construcciones, creyendo así proseguir la interrumpida tradición arquitectónica de la raza. Pero no pensaban los propagandistas de esta tendencia en que, según ella, el casticismo consistía en imitar a los arquitectos de hace siglos, los cuales indudablemente no fueron castizos puesto que no habían imitado a sus antecesores». Tendencias de la arquitectura española Es cierto que en los primeros números de Residencia se reiteraron, machaconamente, referencias a excursiones donde se glosaba el sentido de la arquitectura popular; obviamente el espíritu de Giner y Cossío estaba presente en esta idea, pero lo importante es comprender que aquella voluntad por valorar lo popular nada tenía ya en común con las propuestas definidas por Flórez o Luque y sí, por el contrario, con las defendidas por Torres Balbás o Amós Salvador, quienes propugnaban que sólo desde el estudio de lo popular se podía llegar a una moderna arquitectura. «Cuando, en este afán de renovación que trabaja en nuestra España desde el 98, se quiso encontrar una orientación para la arquitectura patria, surgieron dos tendencias: la de los que opinaban que había que esforzarse por encontrar los caracteres de un estilo moderno, ensayando audaces innovaciones, tanteando entre importaciones aceptables a nuestra personalidad artística y tendiendo a un cosmopolitismo y a una universalidad de nuestro Arte, y aquella otra de los que estimaban que no podíamos romper con la sucesión tradicional ni con la evolución natural de nuestros estilos, que había que aunar las épocas de nuestro esplendor arquitectónico con los tiempos actuales, debiendo llegar así a un estilo de sabor nacional, castizo y característico.» La reivindicación que Torres Balbás hacía de una tradición que pervive en las clases humildes (coherente con lo expresado por Chesterton o Simmel, contrarios ambos a la moda del parvenu) situaba su crítica tanto contra la cultura de una vanguardia carente de contenido teórico como contra quienes utilizaban la arquitectura del pasado reivindicando un sueño que nunca existió; y, en consecuencia, su razonamiento abría puertas a un racionalismo no ortodoxo, próximo a lo que en aquellos años se llamó la Neue Sachelichkeit, la Nueva Objetividad. «En los últimos años publicaciones de todas clases ponen en contacto a nuestros arquitectos con el gran movimiento que en su arte se realiza en el mundo entero: al mismo tiempo, cultívanse por algunos profesionales, solicitados por una burguesía completamente inculta artísticamente, estilos extraños a nuestra tierra y, lo que es peor, sin valor alguno en su interpretación contemporánea. Gracias al esfuerzo de unos pocos comienzan a conocerse a fondo los edificios levantados por la arquitectura española en los siglos pasados y, como consecuencia de ello, bajo el influjo también de un nacionalismo artístico que adquiere gran predicamento por todas partes, surge un movimiento casticista y empieza a hablarse de un estilo español. Varios años llevan el vulgo y bastantes profesionales hablando del estilo español y todavía no sabemos lo que quiere decirse con estas palabras: ¿refiérense al estilo mudéjar, al arte del Renacimiento, a la arquitectura herreriana o al barroquismo? Únicamente la audaz ignorancia puede emplear este término, creyendo tal vez que en el transcurso de nuestra historia no ha existido más que una evolución artística y que ésta ha sido uniforme en todas las comarcas españolas.» La reflexión abierta por Torres Balbás reflejaba tanto el espíritu de las Misiones Pedagógicas como la preocupación de Falla, García Lorca o Buñuel por la música o las imágenes populares; y este interés sería compartido tanto por los residentes estudiantes de arquitectura (por el joven Madariaga, por ejemplo, conocedor de las posiciones defendidas desde Hermes tanto por Juan de la Encina como por Belausteguigoitia o Arturo Sáenz de la Calzada, colaborador de La Barraca) como por profesionales como Carlos Arniches y Martín Domínguez, autores del edificio para sala de conferencias y biblioteca de la Residencia de Estudiantes y críticos de arquitectura en las páginas de El Sol, o por el equipo formado por Sánchez Arcas y Lacasa, autores del proyecto y construcción del pabellón de la Fundación Rockefeller. Todos ellos asumirían las posiciones de un Torres Balbás al defender la existencia de un casticismo «vital y profundo que desdeña lo episódico de la arquitectura para ir a su entraña, y que fiado en su personalidad no teme el contacto con el arte extranjero que puede fecundarlo. Propaguemos ese sano casticismo, abierto a todas las incidencias, estudiando la arquitectura de nuestro país, recorriendo sus ciudades y campos, dibujando y midiendo los viejos edificios». Entendiendo la arquitectura desde la doble referencia de la tradición y, al propio tiempo, desde la economía de su producción, aquella idea que en un primer momento expresara refiriéndose a la vivienda como máquina cobra ahora un sentido distinto al que darán quienes entienden que máquina significa imagen maquinista. Para Torres Balbás y Amós Salvador profundizar en el estudio de la arquitectura popular implica abandonar la nostálgica concepción del trabajo artesano -el mito de la obra irrepetible- buscando una primera síntesis entre arte e industria; se enfrentaban a lo popular desde la voluntad de analizar los elementos constructivos que constituían aquella arquitectura, buscando su estandarización, dado que «construir rápida y económicamente, con los recursos de un país en el menor tiempo posible es para ese pueblo cuestión de vida o muerte». Entendiendo que sólo desde la normalización de los elementos constructivos podía llegarse a una nueva arquitectura, el debate sobre el estilo era rechazado tanto por un Moreno Villa (secretario de redacción de la revista Arquitectura) como por Lacasa o Sánchez Arcas, conocedores de los criterios defendidos por Adolf Behne en su Der Moderne Zweckbau (La arquitectura funcional moderna) cuando señala cómo «la Nueva Objetividad es fantasía que trabaja con exactitud». Y, buscando comprender el alcance de lo popular, los arquitectos próximos a la Residencia rechazan, en consecuencia, el gesto formal que algunos buscan difundir en sus conferencias, entendiendo que ahora «estilo es estabilidad, continencia, esencialidad, rechazo de todo aquello a lo que aspira el parvenu. Estilo es el compendio, el toque de cincel, la estructuración en superficie de una época; es la unión de lo desunido, para la eternidad que nos ha de suceder; estilo es la arquitectura de todo arte». Entre 1925 y 1936 en el ambiente de la Residencia (propiciado por un Torres Balbás próximo a la Institución, por un Ortega que juega un papel más que singular entre los arquitectos o por la propia importancia que tienen actividades como son La Barraca o las Misiones Pedagógicas) la arquitectura tiene un papel más que significativo, que no es -que no tiene por qué ser, como comentaba en un principio- el gesto de la vanguardia que otros reclaman. A partir de 1936, la guerra interrumpe lo que fue aquella reflexión: Zuazo, Mercadal, Chueca, Torres Balbás son depurados de sus puestos, perdiendo este último la plaza de conservador de la Alhambra. Para ellos empieza -como recordara en su día Chueca- la larga noche de quienes sabían que no pertenecían al grupo de «nosotros» sino al muy contrario de «ellos», pero a ello hay que añadir la situación de los antiguos residentes Martín Domínguez, Jesús Martí, Bernardo Giner de los Ríos, Arturo Sáenz de la Calzada o Juan de Madariaga, que marchan al exilio. Y es en el exilio (y desde el exilio) donde se produce el segundo gran momento de la arquitectura española en el siglo XX. Lacasa, en Moscú; Sánchez Arcas, en Varsovia; Candela, en México; Bonet, en Argentina; Robles Piquer y Amós Salvador, en Venezuela; Martín Domínguez, en Cuba; Santiago Esteban de la Mora, en Colombia. La lista (la que hace años diera, por primera vez, Giner en su libro Cincuenta años de arquitectura española) es dramática y refleja en qué medida la cultura española quedó empobrecida. El exilio supuso recomenzar una vida profesional, abandonar los supuestos teóricos debatidos en el Madrid de la preguerra y asumir nuevos esquemas; pero la necesidad de aceptar una nueva realidad significó enfrentarse a nuevos problemas; y fue entonces cuando la reflexión desarrollada antes de la guerra demostró su capacidad para establecer las bases de una nueva arquitectura moderna. |