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EL costillar DE LA PEDRERA
Juan José Lahuerta
La obra de Antoni Gaudí fascinó a Salvador Dalí como un precedente del surrealismo. Sin embargo, los caricaturistas de la prensa catalana de su época reflejaron su extrañeza por esas fachadas que les recordaban a floridos pasteles. Juan José Lahuerta, profesor titular de Historia del Arte y de la Arquitectura de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona y autor de, entre otros libros, Antoni Gaudí: arquitectura, ideología y política, recoge a continuación los sentimientos encontrados que motivaron esta obra de Gaudí. |
En una famosa caricatura de Junceda de 1910 un niño exclama ante La Pedrera en construcción, encerrada aún tras una valla: «¡Papá, papá! ¡Quiero una mona tan grande como esta!». El dibujo nos muestra la extensa fachada de finas cornisas ondulantes, con unos huecos todavía sin carpinterías ni barandas cuyos bordes redondeados hacen pensar en un edificio de pasta blanda -«banderole de béton», lo llamaría Carco años después- en el que, como en un bizcocho, alguien hubiese ido metiendo los dedos. Por encima de la mansarda, las blancas formas espirales de las salidas de escalera, los ventiladores y las chimeneas se han convertido en nata y azúcar. En 1913, G. Desdevises du Dezert, en su libro Barcelone et les Grands Sanctuaires Catalans, publicó una fotografía de la fachada de La Pedrera. Sin duda porque la imagen fue tomada antes de que se hubiese concluido la construcción -en la puerta principal puede observarse una gran persiana metálica que espera a ser sustituida por el portal de hierro y vidrio- la azotea fue retocada a mano. En el centro, el remate en cruz de cuatro brazos de la más visible de las salidas de escalera ha desaparecido. La espiral, muy marcada, se estrecha rápidamente hacia arriba para concluir en punta. No un pincel, sino una manga de pastelero le ha dado esa forma. Así, sin la intención de Junceda, con absoluta ingenuidad, la foto de Desdevises du Dezert confirma aquella irónica metáfora. En eso debía de estar pensando también Salvador Dalí cuando en 1933, trabajando en el borrador de un artículo para la revista Minotaure que aparecería ilustrado con una serie de fotografías de La Pedrera tomadas por Man Ray, hablaba de «l'architecture automatique de la pâtisserie "Barcelone"». En ese artículo Dalí reinvindicaba, frente a la belleza convulsiva de Breton, una belleza comestible: «De la beauté terrifiante et comestible de l'architecture Modern Style», era su título. Pero la frase que acabo de citar no apareció en la versión publicada. Tal vez Dalí pensó que lo que tenía que ser comido no estaba hecho, en verdad, de bizcocho y nata. Entre 1910 y 1911, Brunet publicó en el suplemento ilustrado de El Diluvio algunas caricaturas dedicadas también a La Pedrera, pero mucho más malintencionadas que la de Junceda. En una de ellas el edificio de Gaudí aparece convertido en «casa cuaresmal», sus ventanas y balcones rebosan de colas y restos de pescado y sobre la cornisa un letrero anuncia: «Gran exposición y venta de tripas de bacalao». En otra, unos extraños Gaudí y Milà se pelean en la cima de una Pedrera transformada en nido de ratas y cocodrilos. En otra más, los huecos redondeados de la fachada se han convertido en oscuros agujeros de los que entran y salen toda clase de alimañas: cocodrilos y ratas otra vez, pero también serpientes, erizos, lechuzas, monstruos marinos.... Dos lineas ondulantes rematan el edificio, que se recorta contra un cielo absolutamente negro. Por encima, en la azotea, las chimeneas, los ventiladores y las salidas de escalera han dejado de ser montañas de nata para transformarse en siniestras pirámides de calaveras. «Modelo de arquitectura / medioeval / entre nido y sepultura / que no me parece mal», escribe al pie de su dibujo Brunet. Entre nido y sepultura... Pero la sepultura misma es un nido de gusanos. Las alimañas de Brunet no son otra cosa que su imagen. Así que no será superfluo recordar una vez más que Gaudí y Jujol habían pintado en las paredes del tocador de la señora Milà la frase «memento homo qui pulvis eris et in pulvis reverteris» [sic], ni que el propio Dalí había reivindicado por primera vez el Modern Style en un artículo titulado, precisamente, «L'âne pourri»... Como ya escribí en otro lugar, el sentido religioso de La Pedrera es, ciertamente, el de una vanitas. Y así lo vieron y lo interpretaron, cada cual a su manera, muchos. Brunet y Dalí entre otros. La piedra de la fachada de La Pedrera ha perdido sus cualidades tectónicas y se desliza llevada por la gravedad, como lava. Ese deslizamiento hace surgir por arriba lo que hay dentro, que conserva aún su dureza: en la azotea, el mármol y la cerámica blancos o marfileños que cubren las mansardas, los cupulines, las salidas de escaleras... se muestran como la primera visión del esqueleto. La piedra pálida de la fachada es ahora carne. «Los huesos por fuera», decía Dalí cuando exponía su teoría del comercio entre lo blando y lo duro. No resultan así extrañas aquellas pirámides de calaveras. Pero lo que se manifiesta afuera es sólo un indicio. La Pedrera habla de su constitución más pura allí, precisamente, donde nada parece exhibirse, debajo de la azotea, en el interior en sombra del desván. Las sucesiones diafragmáticas de arcos parabólicos recorren el perímetro ondulante del edificio. Unidos por una continua, larguísima, espina dorsal, forman la caja torácica más impresionante. En esa ondulación se esconde la serpiente que surge por los huecos de la fachada en las caricaturas, ahora terribles, de Brunet. O yace, ahí y en cada una de los centenares de espirales que hay en el edificio, la serpiente que lleva entre sus dientes una manzana. Pero ése es, ante todo, el vientre de la ballena, cuerpo y sepulcro al mismo tiempo. En ese desván se tenía que tender a secar la ropa. Telas agitadas suavemente en la penumbra, como las algas y las redes de los pescadores que la ballena ha engullido. Abismo y víscera en donde esperar la resurrección. Un costillar gigantesco y vacío aparece también en algunos de los recuerdos atávicos de Dalí. En Le mythe tragique de l'Angélus de Millet, escrito hacia la mitad de los años treinta, leemos: «Un lamentable escritor de cuentos para niños llamado Folch i Torres ha conseguido, abandonándose a la idea, imaginar el descubrimiento de los restos de un inmenso pájaro terciario en una isla abandonada. Los supervivientes de una catástrofe aérea lo utilizan para evadirse colocando en la carcasa del fósil los restos del motor y diversos accesorios del avión destruido. Recuerdo, en la época en que este cuento me fue leído en voz alta por mi madre en el curso de una convalecencia, que me impresionaron diversas descripciones del crepúsculo, el descubrimiento extremadamente trastornador del fósil y el nacimiento de una vida nueva». Dalí se refiere a El gegant dels aires, publicado en dos volúmenes en 1911 y reeditado después en numerosas ocasiones. Pero, probablemente, tanto o más que el relato debieron de impresionarle las ilustraciones de Llaverias que acompañaban el texto. Una de ellas, la más tenebrosa, es la del descubrimiento del esqueleto. La luz de una linterna deja ver, en medio de la oscuridad de la cueva, tan sólo las blancas costillas y la desproporcionada calavera picuda del gran animal. Ahí dentro, en efecto, en esa seca caja torácica o en el hueco de ese cráneo, se puede estar, como demuestran las ilustraciones siguientes, en las que el espectral fósil, gracias al motor, a las hélices, al timón del viejo aeroplano, vuelve a volar. «El nacimiento de una vida nueva», escribe Dalí. Años después, sin embargo, en la portada de la edición de 1946 de la novela, una magnífica acuarela de Escobar representa a los protagonistas de la aventura encerrados en el interior reducidísimo de un costillar ovoide, absolutamente pelado y vacío, sin rastro alguno de aquella extraña ortopedia de la que hablaba el cuento. El fósil parece haberse resistido, haberlos encerrado en una prisión suspendida en el aire. Sin gravedad. Flotante. El costillar de La Pedrera fue también habitado durante años por algunos supervivientes que aún hoy nos sonríen desde también flotantes fotografías de colores desvaídos, mostrando sus dientes junto al aparato de radio o al blanco frigidaire, o mirándose con la copa de brandy en la mano. Pero Gaudí, que sabía que el cuenco de una caldera es el de una calavera, había abandonado a aquel animal en el momento de fosilizar su fosilización misma. El tiempo de la resurrección en el que Gaudí piensa es infinitamente largo. Jonás ni siquiera podría soñar, no ya con salir, sino con entrar en ese vientre. |