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Concha Méndez:
una voz singular de la generación del 27

Alfonso Sánchez

La Residencia de Estudiantes, en colaboración con la Consejería de Educación y Cultura (CAM) y la Dirección General de Enseñanza Superior (MEC), celebró el día 28 de mayo un seminario internacional sobre la poeta Concha Méndez, con motivo del centenario de su nacimiento. Este seminario coincidió con la entrega al Centro de Documentación de la Residencia del Archivo de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, que su hija, Paloma Altolaguirre, y la ministra de Educación y Cultura y presidenta del Patronato de la Residencia de Estudiantes, Esperanza Aguirre, formalizaron en un emotivo acto público.

Una de las figuras más atractivas del panorama vanguardista español de los años veinte y treinta es Concha Méndez Cuesta (1898-1986), de cuyo nacimiento se ha cumplido en este año tan nombrado el primer centenario. Con tal motivo, en la Residencia de Estudiantes se celebró el 28 de mayo pasado un seminario internacional en el que participaron especialistas como Emilio Miró, Pilar Nieva, Roberta Quance, James Valender o John C. Wilcox. Un seminario como ése –primero en su género– vino a llamar la atención sobre la personalidad y la obra de Concha Méndez, poeta e impresora a la que muchos lectores sólo podían conocer gracias a dos notables ediciones recientes. La primera de ellas, Concha Méndez. Memorias habladas, memorias armadas (Mondadori, Madrid, 1990), obra de su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre, es un testimonio ejemplar acerca de una mujer y de una época. Por eso no sólo nos presenta –o nos acerca a– un personaje único, singular, entrañable; también se ha convertido en uno de los documentos biográficos esenciales de su generación, como lo fue en su momento Memoria de la melancolía, de María Teresa León. La otra obra es Poemas 1926-1986 (Hiperión, Madrid, 1995), preparada por el marido de su nieta Paloma, el profesor James Valender. Ésta especialmente fue la edición que recuperó para los lectores de poesía la voz de Concha Méndez, una voz femenina –y singular– de la generación del 27, una voz que para la mayoría de nosotros estaba durmiendo en el olvido. Algunas de las causas de ese olvido fueron expuestas en el seminario de la Residencia de Estudiantes, donde se insistió en que la obra de Concha Méndez no se merece esa situación marginal. ¿Razones para insistir en que es necesario recuperarla del todo? Quizá baste con una sola frase y sobren todas las demás.

El nombre y los apellidos de Concha Méndez –escribió María Zambrano, prologuista de Memorias habladas, memorias armadas– son «de los que llenan el momento que se está viviendo».

El caso de Concha Méndez no es único; José María Hinojosa, Rafael Porlán, Joaquín Romero Murube, Juan Sierra, José María Souviron y otros más –incluida alguna escritora, caso de Ernestina de Champourcin– no se merecen el desinterés o el desdén de editores, críticos y lectores. Quizá convendría proseguir con ellos la tarea de recuperación editorial ya iniciada, tarea que los prive de su condición de marginados y que nos obligue a todos a olvidar conceptos como el de la otra generación del 27, pues «generación» sólo hay una, «grupos» y calidades aparte.

Que su condición de mujer –en un mundo como el de entonces, dominado por los hombres– perjudicase a Concha Méndez, es seguro; también, que estuviera siempre a la sombra de hombres de brillante porvenir (Buñuel, Alberti, Lorca, Altolaguirre); y no menos, que acabara en el exilio o que perteneciera a una generación dominada por un grupo más o menos conjuntado de excelentes poetas. Por eso, que su fama literaria, las ediciones con que su obra cuente y los estudios consagrados a ella no sean los que sin duda merece tampoco debe extrañar.

La imagen que nos da de sí misma Concha Méndez en sus memorias es una imagen compleja, rica, sugestiva; pero hay aspectos que destacan sobre los demás. Uno es el del personaje femenino que construyó tanto en su vida como en sus versos; otro, el del nacimiento de su vocación literaria y la intensidad con que la desarrolló a pesar de las dificultades. Para definir el carácter o la personalidad de la primera Concha Méndez –la que retrató Juan Ramón Jiménez para Españoles de tres mundos–, puede servirnos el endecasílabo de Rubén Darío en Cantos de vida y esperanza con una leve variante gramatical: «y muy moderna, audaz, cosmopolita». La mujer que empezó a escribir poemas bajo la influencia de Lorca y de Alberti, después de haber roto un largo noviazgo con Luis Buñuel, acabaría convirtiéndose en una presencia fija en algunas de las tertulias más nombradas del Madrid vanguardista de los años veinte; su firma puede encontrarse en revistas como La Gaceta Literaria, Hèlix o Parábola, y algunos de los artistas plásticos de su entorno, como Gregorio Prieto o Maruja Mallo, la retrataron. Su afición por el deporte, en algunas de cuyas especialidades descolló; su interés por el cine y el espíritu de aventura que la condujo a emprender algunos viajes fundamentales para su proceso de emancipación (Londres, América del Sur), la convierten –según escribió Gregorio Prieto– en «pionera» de tiempos muy posteriores, en prototipo de una mujer cuya iconografía ha quedado fijada en las páginas de la historia de nuestro siglo, versiones literarias incluidas.

A esa etapa esencial de su vida pertenecen sus tres primeros libros publicados: Inquietudes (Imprenta de Juan Pueyo, Madrid, 1926), Surtidor (Imprenta Argis, Madrid, 1928) y Canciones de mar y tierra (Talleres Gráficos Argentinos, Buenos Aires, 1930). Con ellos, escritos a la sombra de sus mentores –Rafael Alberti y Federico García Lorca, herederos directos entonces de Juan Ramón Jiménez–, Concha Méndez se sitúa en la linea poética vigente en el momento, que asume las innovaciones del presente sin despegarse del todo de la herencia clásica y popular. Aun así, el tono y la intención predominantes y los temas y motivos predilectos están más cerca del lado vanguardista. Lo más admirable del conjunto es el afán estético de la autora por convertir en materia poética una realidad vital que experimentó intensamente. La alegría y el vitalismo y el deseo de aventura, tan propios de los felices veinte, no los privan tampoco de la herencia sentimental decimonónica, cosa que sus comentaristas le achacaron con amabilidad.

A pesar de lo que habían presagiado algunos de los críticos que reseñaron sus primeros libros, la ruptura con que Concha Méndez superó tanto sus contradicciones como las de su personaje poético inicial, no vino dada por la vertiente vanguardista. Muy al contrario. Su vinculación sentimental al poeta e impresor malagueño Manuel Altolaguirre, con quien se casaría en 1932, la llevará por otros derroteros. No sólo comienza con él una aventura editorial y tipográfica muy meritoria (de la que son ejemplo revistas como Héroe, 1616 y Caballo verde para la poesía), sino una etapa de su vida marcada por experiencias fundamentales: maternidad, muerte del hijo, nacimiento de Paloma, guerra, exilio, separación. Vida a vida (La Tentativa Poética, Madrid, 1932), Niño y sombras (Ediciones Héroe, Madrid, 1936) y Lluvias enlazadas (La Verónica, La Habana, 1939) son los tres poemarios que publica Concha Méndez en esta segunda etapa de su producción. En ellos no hay rastro ya de su vanguardismo primero y sí una voz depurada y personal, que adquiere un aire estrictamente suyo, una voz impregnada de un dramatismo de tono en verdad auténtico:

Quisiera tener varias sonrisas de recambio
y un vasto repertorio de modos de expresarme.
O bien con la palabra, o bien con la manera,
buscar el hábil gesto que pudiera escudarme...
 
Y al igual que en el gesto buscar en la mentira
diferentes disfraces, bien vestir el engaño;
y poder, sin conciencia, ir haciendo a las gentes,
con sutil maniobra, la caricia del daño.
 
Yo quisiera ¡y no puedo! ser como son los otros,
los que pueblan el mundo y se llaman humanos:
siempre el beso en el labio, ocultando los hechos
y al final... el lavarse tan tranquilos las manos.

(De Lluvias enlazadas)

Acaso el resto de su producción –sobre todo el de su etapa mexicana– resulte de menor interés, pero eso no quita que requiera una edición adecuada. Yo comparto las palabras de James Valender escritas en el estudio previo a la antología Poemas 1926-1986. A pesar de que algunas personas que la conocieron afirmaban que «más que cualquier libro suyo, la verdadera obra maestra» era Concha Méndez misma, creo con James Valender que «Concha Méndez nos ha dejado poemas excelentes». Si conseguimos que su voz llegue sin trabas a los lectores de poesía, muchos encontrarán en ella a una escritora necesaria.