recuerdos familiares

Manuel de Terán. La geografía y el viaje: Una pasión combinable
Teresa González Calbet

[Artículo publicado en Viajar, Madrid, núm. 30-31, 1981, págs. 37-38]

Don Manuel de Terán no sólo significa una figura señera de los estudios geográficos; ha sido también uno de los profesores más seguidos de la Facultad de Filosofía madrileña. Recientemente nombrado académico de la Historia, a su conocimiento de la geografía une un profundo interés por los viajes. Pasiones —la geografía y los viajes— que, esta vez, no sólo son combinables sino complementarias.

La condición de geógrafo, en el caso de Manuel de Terán, es difícilmente separable de su condición de viajero. Es problemático referirse en este caso al tópico de la deformación profesional, ya que su pasión por el viaje parece ser tan coetánea y duradera como su interés por el conocimiento científico de lo descubierto en sus viajes, por el estudio del paisaje y de las creaciones del hombre sobre el paisaje.

«Mi formación como geógrafo y como amante del paisaje se ha hecho en el entorno de Madrid y, sobre todo, en el Guadarrama». Recuerdo la frase de Maragall: “Dichosa la ciudad que tiene una montaña al lado”. Madrid es dichoso, o era dichoso —ya que hoy casi no vemos al Guadarrama, en gran parte ocultado—, porque tenía esa montaña que era un atractivo continuo para todo hombre dotado de sensibilidad. Una tentación para ir, ascender y ver qué era eso que la lejanía nos presentaba como una mancha grande, azul, hasta que vimos que era piedra dura, llena de riquezas, de movimiento, de figuras que había que explicar racionalmente».

El Guadarrama fue el símbolo, el hilo conductor para ampliar a otras montañas, a otros paisajes. Terán confiesa su emoción por las montañas —«son más problemáticas, más dramáticas que el llano»—, pero resalta su interés por la ciudad: «una de las formas más radicales, más voluntarias de transformar un paisaje natural en un paisaje creado por el hombre». Y es concreto a la hora de definir cuáles son las formaciones que le han causado una mayor impresión visual. «Es muy hermosa la montaña alpina, los Alpes, su majestad impresionante, los contrastes de vegetación, sus nieves...; aunque parezca algo caprichoso, la impresión más fuerte ha sido la de la alta montaña y la de la gran ciudad como Nueva York». Llegado a este punto, la personalidad geográfica de Terán le lleva a precisar la inevitable —parece evidente— tendencia a la concentración urbana en contra de la descentralización de las ciudades, «propiciada por magníficas sensibilidades, pero que no veo en marcha de ninguna manera». Y aún sabiendo que Nueva York es el tipo de ciudad que habrá que «soportar» en el futuro, siente su fascinación: «Subirse a un rascacielos, el Empire o cualquier otro, y ver caer la tarde desde allí, es como el espectáculo más hermoso que se pueda tener desde una cima montañosa. Esos rascacielos, hechos de metal y cristal, que hasta se mueven cuando hay viento... Le Corbusier, partidario de la ciudad vertical, cuando en Nueva York le preguntaban por los rascacielos, contestaba que le habían parecido demasiado bajos».

La contradicción que supone el decidir entre conocer nuevos lugares o volver a los ya conocidos, la resuelve Terán con dificultad, ya que confiesa que la amplitud de lo que no se conoce es tan grande que obliga a interesarse continuamente en ello. «Pero yo preferiría volver al paisaje que conocí una vez, entablar una nueva y más profunda amistad con él, de la misma manera que nos gustaría cultivar siempre amigos que sólo conocimos superficialmente». Y existe una fidelidad a cada paisaje: «Ortega, dice, cito de memoria, que hay paisajes que sirven de escenario al dramatismo de nuestro corazón. Yo no sé si todos los geógrafos sentirán eso, pero yo siento que cada paisaje va unido a un determinado momento de mi vida, a unas emociones, a una circunstancia vital y psíquica en la cual proyecto mis recuerdos».

El profesor Terán confiesa que sus primeros viajes, su primer deseo de perderse fue «por las calles de Madrid, por su entorno cercano —llegaba tarde a casa a la hora de comer—, yendo hasta los pueblecitos de los alrededores, aldeitas como Fuencarral y Hortaleza, en donde se trillaba el trigo y se aventaba en las eras». Más adelante, combinaba el placer de viajar con sus preocupaciones profesionales y científicas, veraneando en zonas que recorría y estudiaba durante sus vacaciones. Vacaciones provechosas que daban lugar a estudios publicados más tarde; Terán recuerda con especial cariño su trabajo sobre el valle de Liébana, que le acercó a otro valle montañés cercano, el de Cabuérniga, del que es originario.

Cree que el nuevo impulso de la geografía en nuestro país puede ayudar a cimentar el interés viajero. La geografía es, entre otras cosas, «una ciencia del paisaje: explicar de una forma racional lo que primero fue una impresión en la retina, en el alma. Las formas del paisaje no son caprichos de la naturaleza, obedecen a unas esencias científicas». Pero los accidentes físicos sólo son una parte, no el todo: «Azorín, que como los grandes escritores de la generación del 98 ayudó a descubrir el paisaje español, no se ocupó sólo de las formas físicas, sino también de los aspectos humanos, dejándonos su libro sobre los pueblos. Yo he dado una importancia cada vez mayor a las formas introducidas por el hombre en el paisaje: el pueblo, la aldea, la ciudad, hasta el punto de que la geografía que hoy llamamos urbana es una de mis preocupaciones fundamentales. La ciudad es un paisaje creado por el hombre. Tiene sus propios fenómenos: clima, vientos, y sobre todo los hombres como colectividad». Opina que la literatura producida por los geógrafos ha contribuido a un conocimiento más científico de las tierras y las comarcas, ha dado un sustrato a las meras impresiones de ver, andar y recorrer los parajes.