[Publicado en Recuerdo del profesor don Manuel de Terán, Madrid, Asociación de Antiguos Alumnos del Instituto-Escuela, junio 1984, págs. 10-12]
Al recordar al señor Terán, como acostumbrábamos a llamar a nuestros profesores, me viene a la memoria el día en que llegó, por primera vez, a darnos clase.
Yo no podría afirmar ahora si fue antes cuando el señor Barnés lo presentó a las chicas de tercero, aquí en Miguel Ángel 8, o a nosotros los chicos de cuarto en lo que llamábamos Hipódromo o Pinar; lo que sí puedo decir, porque no se me ha olvidado nunca, es que debió ser un día de los principios del curso, en que ya el otoño quería vestirse, seriamente, con las galas del invierno y la mañana más que desapacible, era de uno de esos fríos translúcidos en que mantenerse erguido suponía desafiar al ambiente.
Algunos recordaréis que las puertas del «Insti», no se habrían sino unos minutos antes de las 9, para cerrarse a las 9.15, hora límite de los retrasados; se trataba de evitar la deambulación por los pasillos y de conseguir la puntualidad.
Los que venían con anticipación aún tenían tiempo de dar algunos balonazos en los campos de deportes, los que llegaban próximos a la apertura aguardábamos en la explanada, común a las puertas del Instituto y de la Residencia de chicos.
Digo explanada y tal vez no fuera entonces muy exacto su nombre. La evocada Colina de los Chopos empezaba a dejar de serlo y urbanizada y ajardinada a partir de Pinar 21, se discurría por la Residencia de Estudiantes para llegar al «Insti», construido al otro extremo, rodeado de campos que hoy ocupan los Institutos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y el Ramiro de Maeztu, todo lo demás eran cultivos de cebada, con objeto de no tributar como solares, por lo que nos dejaban penetrar en ellos y coger espigas cuyos granos verdes chupábamos golosamente; la plaza de la República Argentina era un desmonte que se llamaba el Ojo del lagarto donde íbamos a hacer novillos. La otra entrada del «Insti» se hacía por los jardines del Museo de Ciencias Naturales, por donde venían los del final del tranvía 8; estaba apenas trazada por el rebajado de un montículo, a través del cual vimos llegar aquel día a un joven escasamente abrigado con una escueta gabardina, que no llamaba la atención, dado que la mayoría de nuestros profesores jóvenes hacían alarde de despreciar los abrigos. Lo que sí podía ser objeto de curiosidad es que habiendo llegado con suficiente anticipación daba cortos pasos por la que hemos llamado explanada, sin ser conocido de nadie y sin que a nadie conociese. Cabe hacer la frase vulgar de «como gallina en corral ajeno»; los chicos podíamos pensar en cierta timidez, lo que posteriormente se demostró que sólo era apariencia.
Aquel joven que llegaba como un aparecido, era el recién licenciado que iba a ser nuestro profesor; en su primera clase de Geografía alzaba la mano sin puntero sobre el mapa, como si quisiera en un apretado abrazo fundir sus ideas con la atención de sus discípulos.
Algunos se preguntarán por qué me han quedado tantos recuerdos plásticos de un profesor, a través de cerca de 60 años, cuando posteriormente se han escuchado y conocido tantos. Y es que Terán tenía un modo de comunicarse con nosotros que muy pocos poseían.
En cierta ocasión nos distraíamos en su clase añadiendo a una fotografía del Entierro del Conde de Orgaz chisteras a los caballeros y bonetes a los clérigos; al advertirlo Terán, con una delicadeza exquisita nos pidió que se la diésemos, pues le gustaría conservarla.
Más tarde cuando llegué a ser profesor en el Instituto, nunca pude verle como un compañero, era siempre el maestro.
Después de nuestra contienda civil me pidió que acompañase al señor Gíli, cuando le formaron Consejo de Guerra, revelándome cosas que yo ignoraba y que demostraba la grandeza de alma de ambos; a cuyo respectivo ingreso en la Real Academia Española tuve después la satisfacción de asistir; así como en la de la Historia.
A qué seguir, si otros han de recordar su quehacer que estuvo enraizado con nuestro Instituto y dejó tan honda huella que ha durado toda la vida, comenzada en aquella mañana en que la Sierra nos enviaba su gélida brisa guadarrameña. |