Santiago Ramón y Cajal fue, por derecho propio, el único científico español capaz de entrar en la categoría de los grandes de todos los tiempos. Muchacho inquieto obsesionado por la naturaleza y el dibujo, aficiones que chocaron con la férrea disciplina paterna, en 1870 comenzó los estudios de medicina en Zaragoza, donde se licencio tres años más tarde. Seguidamente aprobó las oposiciones para acceder al Cuerpo de Sanidad Militar y se marchó a Cuba en 1874. Regresó a Zaragoza en 1875 gravemente enfermo de paludismo, y una vez repuesto de su dolencia, preparó el doctorado, que finalizó en 1877. En 1879 ganó por oposición la plaza de director de Museos Anatómicos de Zaragoza y ese mismo año contrajo matrimonio con Silveria Fañanás, con quien tuvo siete hijos. En 1883 logró por oposición la cátedra de Anatomía General y Descriptiva de la Facultad de Medicina de Valencia, donde inició sus estudios histológicos. En 1887 contactó con Luis Simarro, quien le dio a conocer el método de tinción de Golgi. Cajal lo modificó y se centró en el estudio del sistema nervioso convencido del potencial de su nueva técnica. En 1888 se trasladó como catedrático a Barcelona y dado el volumen de su producción científica editó por su cuenta la Revista Trimestral de Histología Normal y Patológica. En el primer cuaderno de 1888 publicó el artículo «Estructura de los centros nerviosos de las aves» en donde, contradiciendo las ideas en uso, proclamó la independencia de las células nerviosas, base de la teoría neuronal y punto de partida de la neurociencia moderna. El trascendental hallazgo obtuvo el reconocimiento internacional cuando, en octubre de 1889, presentó sus preparaciones histológicas en el Congreso Internacional de Berlín. A partir de ese momento su prestigio trascendió a toda Europa y América y se convirtió en la primera autoridad mundial en el campo de las neurociencias. En 1892 se instaló en Madrid como catedrático y pronto le llegaron los grandes premios internacionales: el Premio de Moscú (1900), la medalla Helmholtz (1905) y el Premio Nobel (1906), por citar tan sólo tres de sus más famosos galardones. A ello hay que añadir los reconocimientos y nombramientos de doctor honoris causa por más de un centenar de universidades europeas y americanas. En 1904 terminó de publicar su obra magna Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados, en la que estableció las bases morfológicas y funcionales del sistema nervioso en los animales superiores. En 1905 comenzó a trabajar sobre la degeneración y regeneración del sistema nervioso, tema que, junto a la retina, ya no abandonó en sus investigaciones.
Aficionado a la fotografía, también en este campo hizo contribuciones muy notables, destacando su obra La fotografía de los colores (1912), técnica de la que fue pionero en España.
Entre su obra literaria cabe mencionar Recuerdos de mi vida. Reglas y consejos sobre investigación biológica, Cuentos de vacaciones, Charlas de café y El mundo visto a los ochenta años.
Pero Ramón y Cajal no solamente hizo ciencia, también demostró sobradamente su compromiso y preocupación por el regeneracionismo cultural de España, vértice de lo que él consideraba problema fundamental de su patria. Y así lo dejó reflejado en numerosos escritos en los que, basándose en su conocimiento del funcionamiento de los centros educativos más prestigiosos europeos, anhelaba que se pudieran implantar en España las excelencias del sistema británico de educación.
Una primera oportunidad para llevar a la práctica sus ideas reformistas le llegó en 1906 cuando Segismundo Moret, presidente del Consejo de Ministros, le ofreció la cartera ministerial de Instrucción Pública. A Ramón y Cajal le atrajo inicialmente la idea de poner en marcha una serie de medidas encaminadas a sacar a España de su secular atraso cultural, pero terminó rechazando el ofrecimiento convencido de no poder llevarlo a cabo dada la inestabilidad política del momento. El análisis de los hechos a posteriori nos muestra lo acertado de su decisión: el gabinete nombrado por Moret apenas duró cinco meses.
La oportunidad definitiva le llegó con la creación de la JAE en 1907. Las características del proyecto ofrecían más garantías y Cajal no dudó en aceptar la responsabilidad de presidirla desde el convencimiento de poder hacer algo realmente útil por el regeneracionismo cultural de su amado país. Y lo hizo no como mero figurante, sino con absoluta dedicación, interesándose hasta del último detalle por lo que allí se decidía, y dejando siempre impronta de su ética. Valga como ejemplo la siguiente proposición —inédita y conservada por su hijo Luis— que Cajal presentó a la sesión del 8 de enero de 1929 de la JAE: «Mi criterio es que no debe aumentarse la subvención de ningún laboratorio que no se comprometa a publicar como el nuestro un tomo anual de investigaciones (en francés o alemán), de costo de 12 a 14.000 pesetas. Todo lo demás me parece despilfarro, y es ocasionado a desacreditar a los investigadores españoles que no deben buscar en los laboratorios prebendas sino los medios materiales estrictamente necesarios para sus pesquisas y para poder vivir. Proceder de otro modo es fomentar un nuevo parasitismo del cual desgraciadamente tenemos demasiados ejemplos: el parasitismo de laboratorio».
Era, como dice el comienzo de la nota, el criterio personal de Cajal, pero José Castillejo, su secretario, reflejó perfectamente en Guerra de ideas en España cómo era realmente el funcionamiento de la comisión rectora de la JAE: «Todos los acuerdos se tomaban por unanimidad. Ante cualquier discrepancia se posponía el asunto y se volvía a discutir hasta alcanzar el acuerdo entre todos los miembros». Esta forma de funcionamiento, ideada por Cajal, fue decisiva para el buen quehacer de la institución.
Con la dictadura de 1923 vinieron también las medidas represoras, entre ellas la de suprimir la Junta. Efectivamente, Primo de Rivera mandó preparar un decreto para clausurar la institución. Nada más conocer la noticia, Castillejo informó de los planes del dictador a Cajal, quien inmediatamente se personó ante Primo de Rivera para conocer los motivos del desmantelamiento. Éste le respondió que la JAE entrañaba un serio riesgo político por cuanto constituía un peligroso núcleo de anarquistas y comunistas que tarde o temprano acabarían generando problemas. Cajal le garantizó que, «mientras yo sea presidente, […] la JAE nunca se convertirá en un centro de agitación política. Yo me he cuidado personalmente de que allí estén representadas y convivan todas las tendencias e ideologías políticas bajo el principio de máximo respeto entre ellas. […] Usted no puede suprimir la Junta». Las palabras, la personalidad y el prestigio de Cajal disuadieron a Primo de Rivera. El decreto no llegó a publicarse, y la JAE prosiguió su andadura.
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