En un poema de su libro Homenaje, Jorge Guillén vio a Rafael Lapesa Melgar como «este varón cordial» que «se ahínca en la tarea / con esfuerzo sin gesto, sin alarde». Así fue desde que el futuro gran filólogo ingresó como becario del Centro de Estudios Históricos, en 1927. Allí conoció a su esposa, Pilar Lago, y escribió sus primeros trabajos para la Revista de Filología Española, portavoz del Centro: la reseña de un artículo de su colega M. García Blanco sobre dialectalismos asturianos (1929) y unas «Notas para el léxico del siglo xiii» (1931). Aquella línea de investigación fue ya la suya, aunque no en exclusiva, y por eso, cuando el Centro ya no existía, publicó una memorable Historia de la lengua española (1942), que fue ampliando en sucesivas reediciones (la primera en 1951, la última en 1980), y a través de la cual se mantuvieron activos los presupuestos científicos y vitales de la escuela de filología española en tiempos de penuria intelectual.
Pero también le interesaron otros ámbitos: su madrugadora Introducción a los estudios literarios (1948) le situó al frente de la renovación de la educación literaria española, iniciada por Dámaso Alonso y continuada por Fernando Lázaro Carreter. Su templada visión del texto literario —de base estilística, pero también cultural e histórica— se plasmó pronto en dos libros decisivos, La trayectoria poética de Garcilaso (1948) y La obra literaria del marqués de Santillana (1957), al frente de una larga lista de artículos cuyo ámbito se extendía a toda la literatura española. De Ayala a Ayala (1988) se tituló significativamente un conjunto de esos trabajos, esto es, desde el canciller del siglo xiv al novelista del xx.
A la vez, como señalaba el poema de Guillén, la «atención a papeles / sin cesar se combina / con la atención al prójimo». Así, Lapesa dedicó años de su vida a completar la monografía de su amigo Amado Alonso sobre la historia de la pronunciación del español o a editar impecablemente la Crestomatía del español medieval de su maestro Menéndez Pidal.
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