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max aub

Max Aub, años 60
Max Aub, años 60
Al volver del entierro de Luis Cernuda

Si me pongo a recordar a Luis Cernuda, a lo largo de los cuarenta años que estuvimos juntos en la misma tierra, no pasan de seis o siete los encuentros que quedan presentes en mi memoria. Debieron ser más pero me separaban de él tantas cosas vitales que fueron borrando, aun sin querer, su imagen.

Fue siempre un hombre distante que parecía no querer mancharse con nada que pudiera dejar rastro. Atildado, elegante, frío. (Hablo por mí, claro. ¡Qué distinto debió de ser con otros! Pero no me lo puedo imaginar.) ¿Lo recuerdo en la boda de Manolo Altolaguirre? Seguramente. Siempre vestido de gris, aunque fuese de otros colores. Luego, en la guerra, no recuerdo dónde. ¿En París? Después le entreví, de nuevo en casa de Manolo cuando éste vivía en Sullivan; en el entierro de Moreno Villa; con Rosa Chacel; ¿en el velorio de Emilio?, no lo creo: era firme en todo, más en sus absurdos; en casa de Tomás Segovia. Hablé con él por teléfono hace un mes (nos comunicábamos así, a veces). Me dijo que no regresaba a California porque el college le obligaba a hacerse un examen médico que no estaba dispuesto a permitir. Lo achaqué a manía; seguramente era algo más: no quería saber. En su obra también se niega a enterarse; bastábale lo que llevaba a cuestas.

-Además, tengo bastante dinero por el momento.

Murió de repente, seguramente como habría preferido, de poder escoger: en el umbral de un cuarto de baño, en pijama y bata, la pipa en la mano, al salir el sol. En Coyoacán, en la casa que fue de Manolito. No le quedaba familia; tal vez, un sobrino.

Hace mucho que no quería saber nada de España: nada le dolía tanto. Amaba apasionadamente lo que odiaba; su soledad primero. Vivió atrincherado, rodeado de enemigos imaginarios. Sabía lo que valía creyendo saber lo que valían los demás. Destruyó a su alrededor, por destruir y sentirse solo: no lo consiguió, construyendo sin cesar, a fuerza de rigor, "la forma antes dormida en el sueño de lo inexistente".

Al perder la fe en Dios perdió la que pudo tener en los hombres. Jamás la recobró; lo que siempre tuvo presente, hechura de él mismo, fue la fe en la hermosura. Hasta el día en que, como de España, dictaminó: "ha muerto", para darle más vida.

Aun en España, hace treinta años, se sintió desterrado, por eso vivió casi siempre en el extranjero, a ver si daba con su patria. "Nada se le había perdido", habiéndolo perdido todo desde que tuvo uso de razón. "Apenas si se volvía al séquito blasfemo para lanzar tal pulla ingeniosa." Su desprecio era real. Señorito elegantísimo, señor de verdad: arbitrario; tan buen poeta como el mejor de su tiempo.

Tímido, solitario, tuvo que escribir cuanto no dijo; la palabra viva sólo muerta le salía. Condenado "a gozar y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable...", dijo ese mal como nadie de su tiempo, porque para él nunca hubo diferencia entre la vida y la muerte. ¡Qué solos se quedan los vivos!, pudo haber escrito.

(Éramos pocos: Paloma Altolaguirre; Carlos Pellicer, pálido y calvo; Alí Chumacero; Francisco Giner; cien metros atrás, bajo dos de tierra, Emilio Prados; algún erudito; Joaquín Díez-Canedo. Sevilla ¡tal lejos!)

Cernuda, lejano y solo -como dije o quise decir alguna vez. "Por todas partes el hombre mismo es el estorbo peor para su destino de hombre", es decir por todas partes Luis Cernuda mismo fue el estorbo peor para su destino de hombre. Desdichado y solo por las orillas del tiempo, viéndose marchitar mientras se renovaba la hermosura.

Siempre soñó tener una casa y no pudo o no quiso tenerla, extraño entre extraños murió en casa amiga -más no en la suya-: en tierra extranjera, extranjero.

("Después de todo, el tiempo que te queda es poco, y quién sabe si no vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la partida." Emerge el recuerdo de los versos casi idénticos de Antonio Machado.)

La palabra que más empleó al hablar de sí fue "pudor".

Fue, entre nosotros, el único poeta romántico.

6 de noviembre de 1963.

Universidad de México (México D.F.), XVIII, núm. 5 (enero de 1964), pág. 31.

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