1. Pórtico
Una mano divina
Tu tierra alzó en mi cuerpo
Y allí la voz dispuso
Que hablase tu silencio.
Contigo solo estaba,
En ti sola creyendo;
Pensar tu nombre ahora
Envenena mis sueños. 1
Estos versos de Cernuda, pertenecientes al poema «Un español habla de su tierra», me llevan a recordar que, según Octavio Paz, Cernuda es el menos cristiano y ciertamente el menos español de los poetas españoles. Miembro de la generación del 27 (que incluía a Lorca, Alberti y tantos otros), Cernuda puede ser visto más como un poeta romántico inglés que como un continuador del cante andaluz, tradición en la que, sin embargo, le tocó nacer.
Terco, reacio a aceptar cualquier creencia o ideología, Cernuda ofrece el ejemplo de una vocación poética perseguida con extrema intensidad. Aunque su inspiración fue igual de demoníaca y órfica que la de ellos, Cernuda no pudo conseguir ni el público que Lorca obtuvo desde sus inicios, ni el que Hart Crane se ganó póstumamente.
Robert Browning, cuyos monólogos dramáticos ejercieron tan gran influencia en Cernuda, encuentra eco en el poema «Lázaro» y en las grandiosas odas de Las Nubes. Quizá la mejor forma de entender a Cernuda consista en verlo como uno de los obsesivos protagonistas de los monólogos de Browning, como otro «Childe Roland llegado a la torre oscura», para enfrentarse allí, no al esperado ogro, sino al círculo de fuego de sus heroicos precursores: Hölderlin, Nerval, Novalis, Blake, Goethe, Browning, Machado.
La gran tradición de lo sublime es un modelo difícil de seguir para la poesía postromántica. La trascendencia secular llegó a Cernuda como algo conseguido con mucho esfuerzo. En el siglo XX, ningún otro poeta de su talento fue tan solitario como el exiliado Cernuda. Éste no conoció más vida que su poesía: si el arte poético tiene sus santos, como Dickinson y Paul Celan, Luis Cernuda debe figurar entre ellos.
2. Luis Cernuda (1902-1963)
Luis Cernuda fue un poeta central del siglo XX. Y, sin embargo, sufrió un exilio sin parangón entre los grandes poetas españoles. Varios poetas y críticos hasta dejaron de considerarlo como español. Su elegía a Federico García Lorca es la mejor que he leído; pero la tradición de Cernuda es la del Romanticismo: Goethe y Hölderlin, Blake y Novalis, Browning y Leopardi, Baudelaire y Nerval, y, en sus últimos años, T. S. Eliot, visto con acierto como un romántico tardío. Entre todos los grandes poetas españoles, Cernuda es el más distanciado: de España, del catolicismo y de gran parte de la tradición literaria de su país.
Si pienso en lo sublime, tal y como se practicó en tiempos del Romanticismo y después, los nombres de Shelley, Victor Hugo y Cernuda son los que vienen primero a mi mente. Mas Shelley y Hugo fueron activistas revolucionarios. No así Cernuda. Aislado en México (y de México), Cernuda vive una soledad tan sublime como las de Hölderlin y Nerval: nunca se aproxima a temas sociales de grandes dimensiones. Su obra gira alrededor de su propia conciencia. Sean cuales fueran las ambigüedades que Whitman y Pessoa tuviesen en cuanto a su homoerotismo, éstas se desvanecen a la luz de la agresiva homosexualidad de Lorca y Hart Crane. Mas ni Lorca ni Crane emplean su orientación sexual como crítica de las costumbres y los valores de la sociedad. Discretamente amargado, Cernuda, en cambio, la emplea así, expresándose, además, en formas que agudizan el sentido del sublime aislamiento que caracteriza sus mejores poemas.
En su breve charla «Palabras antes de una lectura», de 1935, Cernuda se enfrentó con el público por vez primera. Sus comentarios, herméticos y escritos para sí mismo, deben de haber desconcertado a su auditorio:
El instinto poético se despertó en mí gracias a la percepción más aguda de la realidad, experimentando, con un eco más hondo, la hermosura y la atracción del mundo circundante. Su efecto era, como en cierto modo ocurre con el deseo que provoca el amor, la experiencia, dolorosa a fuerza de intensidad, de salir de mí mismo, anegándome en aquel vasto cuerpo de la creación. Y lo que hacía aún más agónico aquel deseo era el reconocimiento tácito de su imposible satisfacción. 2
Desde este callejón sin salida, Cernuda salta a lo demoníaco, que es el tema de mi estudio. Al igual que lo poético -insiste el poeta-, lo demoníaco no puede ser definido, pero se asemeja al comentario de un sabio sufí, que al oír el son de una flauta, anuncia: «Es la voz de Satán, que llora sobre el mundo», lamentándose, como el poeta, por la destrucción de la belleza. En actitud parecida, Cernuda termina su charla preguntando: ¿qué respuesta puede esperar el poeta en este mundo?, y se contesta que ninguna.
La negatividad es el punto de partida de Cernuda y lo llevó a practicar una poesía pura que no iba a contar sino con unos cuantos lectores. Su ejemplo me recuerda el de un poeta de mi propia generación, Alvin Feinman, escritor de poca obra pero de auténtico talento, sólo que Cernuda (a diferencia de Feinman) llegó a escribir un puñado de odas verdaderamente sublimes: «La gloria del poeta», «A las estatuas de los dioses», «A un poeta muerto (F. G. L.)», «La visita de Dios», «Lázaro», «Las ruinas» y, su obra maestra, «Apología pro vita sua». Son poemas difíciles, pero Cernuda -como Hart Crane- es uno de los más difíciles de los poetas modernos. Las dificultades de Crane emanan de su impulso invocatorio, así como de su «lógica de la metáfora». Y encontramos estas mismas dificultades en las odas de Cernuda, quien acaso nunca oyó hablar de Crane, aunque tratándose de un poeta que murió en México un tercio de siglo después del tormentoso periplo que realizara Crane por ese mismo país, me parece poco probable. Sean las que fueren las afinidades de Crane con Pessoa, su parecido con el Cernuda de Invocaciones (1934-1935) abarca aspectos más profundos, salvo que la amargura de Cernuda es algo único: una negatividad tan honda que sólo Nietzsche o Leopardi pueden rivalizar con ella. Whitman, que estimuló a Pessoa y conmocionó a Crane y Lorca, no ejerció influencia alguna en Cernuda, quien prefirió el formalismo de T. S. Eliot, a pesar de la ortodoxia cristiana de este último. Creo que el ejemplo de Whitman hubiera podido beneficiar a Cernuda, como hizo a Paz y a Borges, a Neruda y a Vallejo; pero la amargura temperamental de Cernuda era demasiado intensa para que éste pudiera absorber lo que más me emociona al leer a Whitman: aquella fuerza vitalista que, como en el personaje de Falstaff, afirma el estímulo de una vida en perpetua renovación:
Deslumbrante y formidable, con qué velocidad la salida del sol me mataría,
Si yo no pudiese ahora y siempre hacer que el sol saliera de mí.
También nosotros ascendemos deslumbrantes y formidables como el sol;
El nuestro, oh alma mía, lo encontramos en la calma y frescura del amanecer.
En sus momentos más impresionantes, Cernuda es el polo opuesto de esta magnífica vitalidad. Lo que expresa Cernuda, fiel en esto a Baudelaire, es más bien el desprecio que siente por una vida carente de imaginación:
Oye sus marmóreos preceptos
Sobre lo útil, lo normal y lo hermoso;
Óyeles dictar la ley al mundo, acotar el amor, dar canon a la belleza inexpresable,
Mientras deleitan sus sentidos con altavoces delirantes;
Contempla sus extraños cerebros
Intentando levantar, hijo a hijo, un complicado edificio de arena
Que negase con torva frente lívida la refulgente paz de las estrellas.
Ésos son, hermano mío,
Los seres con quienes muero a solas,
Fantasmas que harán brotar un día
El solemne erudito, oráculo de estas palabras mías ante alumnos extraños,
Obteniendo por ello renombre,
Más una pequeña casa de campo en la angustiosa sierra inmediata a la capital;
En tanto tú, tras irisada niebla,
Acaricias los rizos de tu cabellera
Y contemplas con gesto distraído desde la altura
Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga. 3
El hermano demoníaco al que se invoca podría ser el mismo Baudelaire, pero es más probable que sea el propio don o talento de Cernuda, su daimon, su «gloria de poeta». Cernuda, como Shelley y Stevens, es un poeta heredero de Lucrecio y, al invocar a los dioses, los sitúa debidamente lejos de los seres humanos. Lo sublime de Cernuda, atlántico sólo en sus altas negaciones, culmina en su elegía a Lorca, en la cual atribuye el asesinato del poeta al odio que sintieran los fascistas por la poesía. Y, sin embargo, Lorca fue fusilado junto a un humilde profesor de escuela, siguiendo el programa falangista de «¡Muera la inteligencia!». El apasionado error de Cernuda no quita nada al patetismo sublime de su lamento por la valía de un ser único destruido en la flor de la edad:
Por esto te mataron, porque eras
Verdor en nuestra tierra árida
Y azul en nuestro oscuro aire. 4
La hipérbole poética adquiere fuerza, en parte, gracias al patetismo con que Cernuda generosamente reconoce sus propias limitaciones al comparar su propia figura poética y humana con la vitalidad natural de Lorca. Nadie, al escribir una elegía a Cernuda, hubiera encontrado en él el verde de la tierra ni el azul del cielo. El poder de su palabra, que luchaba inexorablemente contra la corriente, se arraigaba en otra parte.
(Traducción de Martín Rodríguez-Gaona)