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Concha Méndez y Luis Cernuda en su casa de Tres Cruces 11
Concha Méndez y Luis Cernuda en su casa de Tres Cruces 11, Coyoacán, México hacia 1960.Archivo de la Residencia de Estudiantes
Luis Cernuda

Lo conocí en Madrid una mañana de primavera a mi regreso de la Argentina. Fue en la librería de León Sánchez Cuesta; allí estaba Luis Cernuda y León me lo presentó. Recuerdo a Luis como a un tipo elegante en el vestir y en su rostro un cierto aire como de filipino: luego supe que era poeta y andaluz. Lo que no hubiera podido siquiera sospechar es que al poco tiempo esas personas iban a ser dos de los diez testigos de mi boda. Y mucho menos que el joven y ya destacado escritor iba a ser desde el momento en que Manuel Altolaguirre y yo contrajéramos matrimonio, como un hermano nuestro al que veríamos a diario durante años y años. Su vida ligada a la nuestra fue de tal modo familiar, que en mi hija Paloma y en los hijos de ésta encontró -digamos- la descendencia que a él no le fue dado tener. Hombre hermético, retraído, incapaz de revelar en su trato un rasgo sentimental de clase alguna, era, sin embargo, para estos pequeños seres de una ternura casi inexplicable.

La cercanía y la impresión de su muerte hacen que no pueda ver en estos momentos con toda claridad hechos que pertenecieron a su existencia; claro es que tampoco en vida lograba ver ni comprender algunas de sus extrañezas; resulta muy difícil referirse a una persona escudada en el hermetismo y en una soledad de la que raras veces lograba salirse. Como detalle de esto diré que, a través de los años que hube de tratarle, en cada fecha de su santo, cumpleaños, así como en las Navidades, huía a pasárselas solo, lejos de nosotros. Eso jamás pudimos comprenderlo, ni tratamos de indagar el porqué, pues para vivir con él había que aceptar hasta el extremo su defendida independencia.

Sin embargo, entre los recuerdos lejanos, como estampas del pasado, viene a mi memoria uno que quisiera mencionar por considerarlo además como un acontecimiento en cierto modo histórico. Escenario: Madrid, año 1936. Se acababa de ofrecer a Cernuda un homenaje por la publicación -en nuestra editorial- de su libro La realidad y el deseo. Como dos días después -y parece que sin ponerse de acuerdo entre sí- comenzaron a llegar a nuestra casa, entre varias otras gentes, algunos de los poetas que componían la generación del momento, como García Lorca, Alberti, Aleixandre, Neruda, Hernández, etc. La casa se llenó de gente en grado mucho mayor que otras noches; era como un segundo homenaje a Cernuda, quien medio convivía con nosotros. Se improvisó una gran cena y el contento fue general. Recuerdo a Luis y Federico en pie, frente a frente, en un rincón del comedor, haciéndole éste los más merecidos elogios. Fue una noche entusiasta pero tranquila, sin las conversaciones ruidosas de otras veces. Como detalle, que comentamos, recuerdo que la luz alumbraba esa noche menos que de ordinario.

Al día siguiente Federico dejaba Madrid. Esta a que he aludido fue la última reunión de los jóvenes poetas en España.

Pocos días después estallaba la guerra.

Dejamos de ver a Luis algunos años -ocho o diez-, durante los cuales no recibí ni una sola noticia suya; sabía de él por gentes amigas; hasta que un día se apareció por México. Manolo Altolaguirre lo acogió nuevamente -era la generosidad en persona con todos sus amigos- y me lo trajo a vivir a esta casa.

Con excepción de los dos cursos de literatura que Cernuda dio en universidades de los Estados Unidos en estos dos últimos años -por cierto espléndidamente retribuidos-, cerca de once los pasó aquí con nosotros. A su llegada en este último mes de junio, nos habló de un nuevo contrato que había firmado en Los Ángeles, pero a la hora de irse a cumplirlo, tres meses después, inexplicablemente lo anuló y hasta pensó en traerse libros y otras pertenencias que poseía en el país del Norte.

En los últimos días fue su actuación como la de alguien que estuviera dominado por un presentimiento; no parecía el mismo; recordaba con emoción a sus familiares, nos mostraba retratos, estaba afable, comunicativo. Y fue en casa de mi hija, en la sobremesa de un lunes cuatro de noviembre, donde nos hablamos por última vez. Le vimos levantarse de la mesa como todos los días y dirigirse por el jardín hacia mi casa, en donde se encerraba en su habitación por el resto de la jornada. Debían ser sobre las seis de la mañana del día siguiente cinco de noviembre -hora de México- cuando la muerte le sorprendió en la puerta de su cuarto de baño, en ropas de cama, batín y zapatillas, intentando fumar, con la pipa en una mano y las cerillas en la otra. Así lo encontró Paloma unas dos horas más tarde.

Tendido ya sobre el lecho, y como despedida, puse mi mano en su frente. La impresión de todo esto es algo indescriptible. A los niños se les ha dicho que tuvo que irse a Veracruz a dar unas conferencias; las criaturas se obstinan en que volverá estas navidades.

Ínsula, núm. 207, Madrid, febrero de 1964, pág. 13.

cernuda (1902-1963) - visto por - concha méndez
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