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JOSÉ ÁNGEL VALENTE: LO FÁCIL Y LO ARDUO

José Luis Pardo

José Ángel Valente (Orense, 1929) ofreció el pasado 27 de abril una lectura de poemas, acto con el que se presentó la edición realizada por Alianza Editorial de su Obra poética en dos volúmenes, que recoge quince títulos publicados entre 1953 y 1992. El autor de Material memoria fue presentado por el profesor y ensayista José Luis Pardo, quien tomando como punto de partida un texto de Paisaje con pájaros amarillos reflexionó sobre su poética.

El nombre de José Ángel Valente está, para mí, especialmente unido al de la Residencia de Estudiantes. Aquí lo conocí hace tres años, y aquí he vuelto ya dos veces para hablar de su palabra. En todas estas ocasiones he sentido la misma mezcla de gratitud y responsabilidad ante la circunstancia algo inusitada y muy comprometida en que una persona que se ocupa fundamentalmente de filosofía se encuentra cuando tiene que hablar de poesía, incluso aunque la relevancia filosófica de los escritos de Valente sea indiscutible, y aunque el zambraniano rótulo de «filosofía y poesía» esté bien cerca de las inquietudes intelectuales de quien esto firma. Más que como filósofo, he intentado hablar como lector de la obra de Valente, un lector cómplice, sin duda, y que además comprende que el trabajo de Valente sobre la palabra tiene una importancia de primera magnitud para quien intenta dedicarse a la filosofía: una dedicación que, si bien está centrada en el concepto, no puede –ni debe– librar a este último de su pertenencia radical al orden de la palabra.

De entre las muchas virtudes que en un hacedor de la lengua como Valente pueden destacarse –y que se ponen especialmente de manifiesto en la perspectiva de una trayectoria de casi cuarenta años de trabajo, como la ofrecida por estos dos volúmenes de su Obra poética que hoy presenta Alianza Editorial– en este momento sólo quisiera reparar en una que, además, muestra a la perfección la unidad del camino seguido por el poeta desde el primero hasta el último de sus versos: su técnica de depuración emocional de la palabra (quiero decir: de aislamiento de emociones puras, emociones nacidas de la palabra misma más que vehiculadas por ella), una técnica perseguida a fuerza de sobriedad, a fuerza de un rigor que elimina todo recurso superfluo, que libera a la palabra de toda autoría e incluso de la intención de quien la dice, sin dejar otra huella en el poema que no sea un «tenue reborde de inexistente sombra». Como si la finalidad del poeta fuera ausentarse del poema y aún morir en él, como si la palabra lograda fuese la palabra de un desaparecido, de un cantor no amanecido.

Este procedimiento, este «método Valente» se revela en una fórmula lapidaria: «Vivir es fácil. Arduo sobrevivir a lo vivido». La primera parte de esta fórmula es una provocación. Está escrita para provocar una reacción inmediata, el poema la lanza al aire como un anzuelo al que se pegan inmediatamente todos nuestros mecanismos de defensa contra esa pretensión altanera, orgullosa, ofensiva, que proclama que vivir es fácil. ¡No es tan fácil! –protestamos–. Al menos no siempre, no para todos. La vida está a menudo llena de dificultades que pueden parecer menores, pero cuya acumulación llega a resultar insoportable; a veces –y no es difícil imaginar circunstancias de este tipo–, vivir puede convertirse en un auténtico infierno, porque a veces (y no hay nada que pueda librarnos de esas veces) la vida es un océano de dolor y un campo de muerte. El sufrimiento y la muerte aparecen como objeciones contra la vida, como testigos de cargo contra esa afirmación tan cruel que declara alegremente la facilidad de la vida. «Vivir es fácil.» Contra esa fórmula pálida y altiva, casi despectiva, alzamos nuestras quejas, elevamos nuestras lamentaciones, presentamos nuestras reclamaciones a la vida, pedimos daños y perjuicios, y lo hacemos porque ella –la fórmula– está hecha para eso, para despertar esas ofensas, para convocar la voz del orgullo herido, para hacer aflorar todas nuestras miserias. Éste es precisamente el efecto que la fórmula pretendía conseguir, éste es el lugar en donde quería colocarnos. Cuando nos tiene allí, alzando nuestros alegatos contra la vida por los muchos desdenes que nos ha hecho, el poema da un giro que aumenta su crueldad, otra vuelta de tuerca que da la fórmula por concluida: «Arduo sobrevivir a lo vivido». Es como si nos dijera: si vivir os parece difícil, si os parecen duras las pruebas de la vida, si el sufrimiento y la muerte os parecen terribles es porque todavía no habéis visto nada, porque todo eso no es nada en comparación con lo verdaderamente difícil, con lo genuinamente arduo, que consiste en sobrevivir a lo vivido. El segundo verso –si puedo llamarlo así–, al dar esa nueva vuelta a la tuerca, asesta un golpe mortal que quiebra la aparente rectitud del primer verso, su erguirse altanero y despectivo como una provocación. Porque el primer verso –«Vivir es fácil»– provoca nuestras quejas contra la vida, mientras que el segundo –«Arduo sobrevivir a lo vivido»– las revoca. Se diría incluso que el primer verso es una trampa que quiere reunir todas nuestras objeciones contra el vivir para que el segundo verso pueda así, con más facilidad, echarlas abajo a todas ellas juntas y de una sola vez, apartar de golpe todas nuestras miserias, todas nuestras quejas miserables contra la vida. «Vivir es fácil» suena entonces incluso un poco más feroz: quiere decir sufrir es fácil, morir es fácil…, lo difícil es sobrevivir al sufrimiento, sobrevivir incluso a la muerte, lo difícil es volver de entre los muertos para contarlo, para cantarlo. Y esto suena quizá demasiado esotérico aún. Quiero decir que hay dolores y amores que matan, que hay cosas en la vida que son completamente imposibles de vivir, y que nuestra única posibilidad de sobrevivir a ellas consiste en inventar maneras inéditas de vivir esos dolores o esos amores imposibles, maneras de hacer vivible lo invivible. Que nada puede librarnos del sufrimiento, pero que lo único que puede ayudarnos a tolerarlo, enseñarnos a vivirlo, a sobrevivir a su vivencia, es encontrar alguna manera de convertirlo en palabra, en belleza. Eso es lo que hace la poesía. Y, específicamente, una poesía del amor y del dolor como es la de José Ángel Valente. Convertir el sufrimiento en belleza y apartar de un golpe las miserias de quienes se quejan de vivir. A eso es a lo que me gustaría llamar depuración emocional de la palabra o, mejor y también, la depuración poética de las emociones. La producción de nuevas formas de vida más allá de la miseria.