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La ciencia es poderosa
y sobrevive a las injurias
José Antonio Marina

A partir de la exposición Un siglo de ciencia en España el autor de este artículo, el filósofo José Antonio Marina, se detiene en los objetos expuestos para introducirse en el mundo de los laboratorios y la investigación científica de la primera mitad del siglo XX. También se refiere a algunas de las más destacadas personalidades de la ciencia y el mundo intelectual, de las que recuerda la defensa que hicieron en torno a la necesidad de una educación científica.

Acudo con curiosidad a la exposición Un siglo de ciencia en España. El «Transatlántico» está hoy varado en una soleada mañana de primavera presurosa. Los alumnos de un colegio salen de la exposición. Podrían haber sido alumnos míos. ¿Cómo les habría explicado lo que acaban de ver? José Manuel Sánchez Ron -a quien todos debemos agradecer su esfuerzo por dar a conocer la ciencia y los científicos españoles- y Santos Casado han hecho un buen -y sospecho que duro- trabajo, que desaparecerá en unos días. Afortunadamente quedará el estupendo catálogo que, junto al paralelo de la exposición Imágenes de la ciencia en la España contemporánea, será un punto de referencia inevitable para los interesados en el tema.

Un siglo brillante y torvo

La exposición es narrativa. Cuenta la historia de un siglo brillante y torvo en cuyo pórtico encontramos esa terrible confabulación de injusticias que son la miseria y el analfabetismo. En 1900, el 71'5% de la población era analfabeta. En campos culturales tan desérticos cualquier floración científica es una sorpresa, casi un milagro. En 1908, Ortega escribía: «Hoy es muy difícil realizar trabajos científicos en España: salvo en algunas materias, es decididamente imposible. Comienza por no haber una sola biblioteca de libros científicos modernos. Creo que una biblioteca de libros científicos (y claro está que esto quiere decir libros científicos extranjeros) es institución mucho más urgente que ese teatro nacional proyectado. Puede vivir dignamente una nación sin un teatro nacional. Sin una biblioteca medianamente provista, España vive deshonrada».

En esta oposición entre teatro y ciencia, que hoy nos parece chocante, resuenan los ecos de una polémica antigua. Ciencia universal o literatura nacional. José Rodríguez Carracido, químico, rector de la Universidad de Madrid, comentaba así el desastre del 98: «Replegada en sus lares solariegos el alma nacional hizo examen de conciencia y vio con toda claridad que había ido a la lucha, y en ella fue vencida por su ignorancia de aquellos conocimientos que infunden vigor mental positivo en los organismos sociales. Refiriéndose a los títulos de las asignaturas de la segunda enseñanza, alguien dijo donosamente que nuestra derrota era inevitable, por ser los Estados Unidos el pueblo de la Física y la Química, y España el de la Retórica y la Poética». Los regeneracionistas apostaron por la ciencia, tal vez con un exceso de optimismo. Andrés Hurtado, el joven médico protagonista de El árbol de la ciencia de Pío Baroja, resume este ideario: «La ciencia es la única construcción fuerte de la humanidad». Santiago Ramón y Cajal se convirtió en predicador de una cultura y de una moralidad fundada en la ciencia. El 5 de diciembre de 1897 pronuncia el discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Su tesis es clara: la mejor solución para sacar a la sociedad española de su abatimiento es hacer ciencia. El trabajo callado, paciente, perseverante, tenaz, hecho en el laboratorio, era el más eficaz antídoto contra los males de la patria. España necesitaba menos charlatanes arbitristas, menos pontificadores de café, y más ciudadanos imbuidos del rigor científico. El joven Ortega lo expresa con su alambicada prosa: «Necesitamos ciencia a torrentes, a diluvios, para que se nos enmollezcan, como tierras regadas, las resecas testas, duras y hasta berroqueñas». En 1909 polemiza contra Unamuno, que había escrito en abc: «Si fuera imposible que un pueblo dé a Descartes y a San Juan de la Cruz, yo me quedaría con éste». Y Ortega vuelve a repetir: «Lo que necesitamos es ciencia».

Un debate inacabado

Mientras entro en la exposición pienso en que el debate no está aún cerrado. La ciencia actual ha perdido su aura de sabiduría y ha empequeñecido su discurso. Se ha hecho poderosa y miope, magnífica pero instrumental. Tal vez haya llegado el momento de recuperar su significado desde una rigurosa perspectiva humanista. El enfrentamiento entre humanidades y ciencia es estúpido y suicida. Pero éste es un asunto demasiado complicado para explicar a mis imaginarios alumnos en esta ocasión.

Preferiría hablarles de la relación entre biografía y ciencia, entre la circunstancia concreta y el descubrimiento universal. La exposición de la Residencia de Estudiantes se presta muy bien a este comentario. Hay documentos conmovedores. El acta de constitución de la Junta para Ampliación de Estudios, fechada el 15 de enero de 1907, las preparaciones de Cajal, guardadas en un armarito de madera, uno de sus cuadernos de notas y dibujos. Tal vez el documento más emocionante es una carta de Juan Negrín del 15 de enero de 1931, que transcribo:

«Deseo que de la retribución que me tiene asignada la Junta para dirigir el laboratorio de Fisiología se desglosen 600 ptas. mensuales para distribuirlas en la siguiente forma:

D. Severo Ochoa de Albornoz ptas. 150
D. Blas Cabrera Sánchez ptas. 150
D. Rafael Méndez Martínez ptas. 150
D. Francisco Grande Covián ptas. 150

Se trata de jóvenes médicos que llevan trabajando varios años con asiduidad y provecho en el laboratorio. Todos han estado en el extranjero ampliando sus estudios. Ninguno ejerce la profesión médica y dedican exclusivamente sus actividades a la investigación y a la enseñanza».

Los protagonistas

Estas anécdotas de cocina y laboratorio, de cotidianidad y esfuerzo, incitan a una visita nostálgica, pero no es éste el sentimiento adecuado. Los protagonistas de esta exposición fueron hombres animosos, apasionados por lo que hacían y confiados en el futuro. Después, la guerra civil rompió esas esperanzas, desanimó las inteligencias y dispersó los talentos. Sólo entre 1939 y 1940 emigraron a México medio millar de médicos españoles. La historia de la ciencia en el exilio es trágica e indignante. En un momento en que muchos de mis alumnos viven un sentimiento de impotencia confortable, cuando han claudicado antes de empeñarse, conviene recordarles el coraje con que vencieron las dificultades estos grandes hombres.

Me olvido de mis imaginarios alumnos y recorro las salas. ¿Qué seleccionaría de esta visita personal? La voz grave, pausada, convincente de Ramón y Cajal. El sereno entusiasmo con que explica la capacidad de aprender que tiene el cerebro. La carta de Negrín que he comentado. Dos magníficos cuadros de Sorolla. Uno de ellos, el retrato de José Echegaray, me hace recordar mi adolescencia en la biblioteca de mi abuelo, donde leí a trancas y barrancas un grueso tomo verde con el Teatro completo de nuestro inexplicable Premio Nobel. Aquí encuentro la otra cara de aquel curioso, polifacético, casi renacentista personaje, ingeniero de caminos, matemático, divulgador científico, economista, político. Siento no poder hojear uno de sus libros expuestos: Disertaciones matemáticas sobre la cuadratura del círculo, el método Wantzel y la división de la circunferencia en partes iguales (Madrid, 1887). Es un libro que debiera leer Álvaro Pombo, que anuncia la publicación de una novela titulada también La cuadratura del círculo.

Mi afición a volar y a los ordenadores hace que me detenga en la figura impresionante, severa, de apostura teatral o senatorial, de Leonardo Torres Quevedo. He dedicado mucho tiempo a estudiar los mecanismos de la inteligencia creadora y siempre me ha pasmado la versatilidad de los inventores. Torres Quevedo es un ejemplo evidente. Sus investigaciones sobre automática, la invención del «ajedrecista», una de las primeras manifestaciones de inteligencia artificial mediante la introducción en la máquina de un programa, fueron extraordinariamente novedosas. «El autómata -escribe- actúa como una persona circunspecta y reflexiva: examina las circunstancias en que se encuentra para decidir lo que debe hacer y lo hace.» ¡Fantástico poder de anticipación y no menos fantástico optimismo! Pero además, hizo innovaciones técnicas en los dirigibles. Y diseñó un transbordador para atravesar las cataratas del Niágara. Admirable.

También me ha impresionado la figura entre teutónica y mestiza de Blas Cabrera, y he disfrutado mucho con un vídeo sobre la inauguración del Pabellón Rockefeller, gra ciosa mezcla de señoras elegantes pisando el barro y de famosos científicos saludándose con esa afectada precipitación que producen las películas antiguas. Hay muchos otros nombres importantes: Miguel Catalán, con aspecto de aviador recién aterrizado o a punto de despegar, Pío del Río Hortega, Carracido, Moles. Es hora de marcharse. Salgo de nuevo al prematuro sol pensando en la fragilidad y poderío de la ciencia. Es una obra humana y como tal sujeta a las azarosas contingencias de la historia y de las pasiones. La guerra civil interrumpió el quehacer científico en España. Me llama la atención un objeto expuesto en una vitrina. Es un ejemplar de The Journal of Biological Chemistry, perteneciente a la biblioteca del laboratorio de Fisiología de la Junta para Ampliación de Estudios, atravesado por un balazo. Una imagen de un patetismo sangrante. Vulnerable ante los elementos, la ciencia es al mismo tiempo poderosa y sobrevive a las injurias. Éste es el mensaje de esta magnífica exposición, un mensaje dramático y esperanzador.

Sólo me queda felicitar a la Residencia de Estudiantes por su iniciativa, abandonar la historia y lanzarme al tráfico de Madrid.