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Fundación Residencia de Estudiantes

La Residencia vista por José Jiménez Lozano
LA POSADA

El ensayista y narrador José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930), miembro del Patronato de la Fundación Residencia de Estudiantes, Premio Nacional de la Crítica en 1989 y Premio Nacional de las Letras Españolas en 1992, traza en este artículo un paralelismo entre la Residencia de Estudiantes y la abadía de Port-Royal y rememora a quienes en la historia de la España moderna han luchado por la libertad y la razón.

No se simplifica demasiado la historia espiritual de España si se dice que, a partir de finales del xv y desde luego del xviii, esa historia ha sido la de un puñado de tercos españoles, o sencillamente de españoles civilizadísimos, que se percantan muy bien de lo relativo de sus más íntimas convicciones, pero las defienden con ahínco contra viento y marea. Y viento y marea hubo mucho, así que obviamente todo el asunto resultó bien dramático.

El panorama es tal en este sentido, desde luego, que también se estaría tentado de decir que todo quedó aplastado, y tampoco sería simplificatoria ni falsa la afirmación, miradas las cosas a vista de pájaro; pero sólo en esta perspectiva realmente, porque en verdad sí que quedó algo, y aun mucho, de aquella inmensa brega y resistencia. Las historias políticas y de la cultura suelen hacer un corte en el siglo xviii, con la modesta Ilustración que hubo entre nosotros, y hablan de ahí en adelante de dos Españas, una de las cuales brota entonces al empuje de los aires de fuera. Y los partidarios de esta España se muestran orgullosos de ello, mientras que los de la otra vieja España los cargarán con el sambenito de la traición, el desarraigo y la extranjería. Pero todo es más complejo que lo que esas luchas ideológicas y políticas pretendieron.

Un día de uno de los años del tercer lustro de nuestro siglo, don Fernando de los Ríos, una de las mentes pensantes del socialismo de aquel tiempo y un miembro destacado de la inteligencia española pura y simplemente, obligado a rellenar el impreso administrativo de entrada en los Estados Unidos, que exigía declarar la confesión religiosa del peticionario, escribirá sin dudarlo: «Erasmista»; y esto era algo de cuyo alcance no podía percatarse ni importaba al funcionario aduanero estadounidense, de un país donde resultaba banal que cada cual mandase en su conciencia, pero sí que es algo formidable y fundamental para nosotros, los españoles.

De los Ríos insistiría más tarde, alguna otra vez, en la fórmula, y no está nada claro que fuera entendido muy a derechas en su tiempo, ni tampoco después, porque la fórmula parece sencilla y hasta podría tener su interpretación ingeniosa, pero realmente va muy lejos. Lo que este hombre está diciendo es que la España moderna de la que él mismo se siente un apasionado actor no es una ruptura total e indiferenciada con el pasado histórico de España, sino una continuación tranquila de la tarea y las esperanzas de aquellos obstinados españoles que, cuatro siglos atrás, como luego sus descendientes, habían tenido pensamientos osados sobre la libertad, la convivencia y la razón. Y habían pagado por ello a veces precios muy altos, sufrido marcas de «ovejas roñosas» y «generación de afrenta que nunca se acaba», como decía el Maestro Luis de León, constricciones y hasta la muerte.

De los Ríos era uno de aquellos hombres más o menos ligados a la vieja Institución Libre de Enseñanza que dio lugar a un cierto espíritu, además de a instituciones concretas, que, mutatis mutandis, él, De los Ríos, apellidó «erasmista». Y era muy justo. Estableciendo toda otra clase de matices y distingos, pudiera decirse también incluso que esas gentes son «nuestros jansenistas», incluido el asunto de «las escuelas», con también un fuerte calado en la élite española, y diana por lo tanto de muchas envidias y maledicencias, además de siniestros manejos, hasta su disolución también. Aunque sólo en la medida, claro está, en que estos ethos pueden disolverse.

Pero, si a Port-Royal ya no puede irse sino como peregrinación hasta unas ruinas –aunque cualquiera que ame la libertad tendría que hacerla, porque allí se afirmó por vez primera en el umbral de la modernidad la primera defensa de la autonomía absoluta de la conciencia civil–, entre nosotros hay todavía lugares en que aquella aventura se hizo y quieren mantener de ella algo más que la fragancia del vaso. Un hombre de esta familia, por ejemplo, don Alberto Jiménez Fraud, trató de transplantar a este humus una especie de college inglés, y arraigó. El tiempo pasó por él, y continúa llamándose la Residencia de Estudiantes, o simplemente la Residencia, como si no hubiera otra en el mundo. Porque, en realidad, con su significado para nosotros y para quienes a España y a los españoles aman, no la hay.

A don Ramón Carande le divertía que yo dijese que se debía haber llamado «La Posada», y que debía ponerse a su entrada un aviso como el que tenían las antiguas posadas españolas. En éste se decía: «Aquí el viajero encontrará lo que traiga»; en esta otra se podría añadir: «Y se llevará lo que quiera». Es decir, lo más codiciado de este país nuestro: el «erasmismo» mismo, que no parece que ande por ahí tan abundante, es decir, un cierto modo de ser liberal y tolerante, y como nacido para construir esos ámbitos donde haga falta.