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Palabras sobre la Barraca

El director de teatro Lluís Pasqual presentó en el mes de diciembre la edición del libro La Barraca. Teatro Universitario, seguido de Federico García Lorca y sus canciones para La Barraca de Luis Sáenz de la Calzada, publicado por los Amigos de la Residencia de Estudiantes y la Fundación Sierra-Pambley. En el acto participaron tres componentes de La Barraca -Emilio Garrigues Díaz-Cañabate, Jacinto Higueras y M.ª del Carmen García Lasgoity-, se proyectó el documental La Barraca dirigido por Gonzalo Menéndez Pidal y se ofreció un concierto titulado Cancionero de La Barraca, en el que Elena Grajera, acompañada al piano por Antón Cardó, interpretó las canciones instrumentadas por Joaquín Nin-Culmell, Felipe Pedrell y Julián Bautista.

Lluís Pasqual

En este país en el que el pasado lo destruimos a menudo y lo recordamos poco y mal, este es un acto importante y tierno. Ha dicho Emilio Garrigues que La Barraca se ha olvidado, se ha superado... Cuando uno lee La Barraca, de Luis Sáenz de la Calzada, se da cuenta de que en ese momento de España se vivió una extraordinaria intuición, debida a la formación política que tenían todos los miembros de La Barraca y, sobre todo, a un enorme sentido de la amistad. Creo que la Residencia de Estudiantes y La Barraca no se pueden entender sin un sentido no ya corporativo, sino genético, de la amistad que permite llevarse al director de escena con una cadena y arrastrarlo hacia atrás porque estaba causando aburrimiento a las gentes del pueblo*. Esta intuición no es anecdótica, ni dentro del teatro español ni en el teatro universal.

Después de la Segunda Guerra Mundial, después del enorme baño de sangre que vive Europa, a finales de los años 40 -ya tocando los años 50- se funda en Milán el Piccolo Teatro, y en 1951 se incorpora Jean Vilar al Teatro Nacional Popular de París. Cuando uno lee los manifiestos fundacionales del Piccolo Teatro y del tnp, seguramente los dos grandes fenómenos del teatro público después de la Segunda Guerra Mundial, aparecen dos ideas básicas: «Acercar el teatro al pueblo y sobre todo nuestro riquísimo patrimonio clásico», en palabras de Jean Vilar, e «Intentar hacer un teatro de arte para todos», según escribe Giorgio Strehler en 1947 cuando se funda el Piccolo de Milán. Estos dos principios, con algunas variaciones y explicados de otra manera, son los principios de La Barraca, veinticinco o treinta años antes. Ésa es la profunda intuición.

Un mundo de intuición

Ahora nos parece una cosa fácil y hermosa pedirle un camión a un ministro de Justicia de la República, ¡los autocares de la policía para ir a los pueblos!; llegar a estos lugares de apenas 800 habitantes con un porcentaje enorme de analfabetos; plantarse encima del escenario y no hacer un Mi marido la tiene corta de la época, sino representar a Lope de Vega, a Calderón y a Cervantes, los grandes maestros; hacer los Entremeses de Cervantes o, como tenía pensado Federico, La Celestina, un libro prácticamente olvidado que se podía haber visto por primera vez en un escenario de la misma manera que, con Falla, subió a los flamencos al escenario por primera vez. Hay un mundo de intuición que sólo se realiza en Europa veinticinco o treinta años después. No sólo por la organización, sino también en la manera de ensayar.

Para hacernos una idea del teatro español de la época hay que situarse en el ambiente de lo que era el teatro español en ese momento. Una pequeña anécdota puede darnos una ligera idea: hasta los años 70, en Barcelona en una librería y en Madrid creo que en dos, existía lo que se llamaba «caudal». Uno iba a buscar, por ejemplo, una obra de los años 60 no muy buena pero muy popular que se llamaba Los blancos dientes del perro o incluso El caballero de Olmedo (yo lo he visto) y pedía su «caudal». El actor decía: «Déme usted el personaje de Inés» y le daban el papel de Inés -no la obra, sino el papel de Inés- con la última frase del otro actor y la siguiente. Esto se hizo durante muchísimo tiempo y aún yo tengo la casa llena de «caudales»; me hacen mucha gracia.

Federico no sólo exigía a sus actores leer la obra sino que también exigía un conocimiento profundo de la misma. Eso no era nada normal en aquel momento. Una de las cosas que aprendí en Italia, cuando hacía de ayudante de dirección en el Piccolo, es una frase de Strehler que a mí me sonó muy rara. En el segundo ensayo dijo: «Lo he dicho mil veces. No se hacen preguntas en el teatro, porque la gente en la calle no pregunta». Los escritores tienen que poner un signo de interrogación al principio y al final para explicar que eso es una pregunta, pero la gente no pregunta. La gente pregunta con la aspiración de que le digan que sí o que no con una cierta información en la pregunta. A mí me sonó muy raro, pero entendí qué era exactamente lo que quería decir. Hoy, releyendo el libro, me doy cuenta de que Federico lo había dicho antes exactamente de la misma manera. De dónde lo sacó Strehler, no lo sé. Los hombres de teatro se pasan las cosas, saltando continentes y saltando épocas.

Me contaba esta mañana Isabel García Lorca que ella asistió a una representación como único espectador en la segunda casa de Granada en la que vivieron ocho años. Me dijo: «El hueco de la escalera hacía de escenario grande. Concha y Paco, mis hermanos, eran muy buenos actores y había alguien más que no recuerdo. Tenían unos trajes de una fiesta de disfraces que eran de moro, Arlequín y de Pierrot. Federico no quiso representarla, quiso dirigirla. Cogió un reloj grande que había en la casa, lo acercó a la escalera y de vez en cuando lo hacía sonar. No recuerdo lo que hablaban, recuerdo cómo iban vestidos y que el reloj era muy importante». Y añadió: «Seguramente era Así que pasen cinco años». ¿No es absolutamente extraordinario?

En todos los testimonios se reconoce que Federico tenía una profunda mano de director. Él escribió muy pocas cosas sobre el oficio de director, pero sí escribió algo que cito de memoria: «Yo no sé decir si sé lo que es la poesía, puedo decir tal vez que sabía lo que era la poesía antes de existir». Es lo más parecido a la cueva de Platón: tenía un conocimiento previo, no de los sistemas del conocimiento humano, que en esta parte del planeta hemos bautizado con el término un poco débil de intuición.

Más cerca de la realidad

Federico es un poeta. Todos sabemos que lo mataron. Hay muchas razones, seguramente porque era libre; pero a mí me gusta imaginármelo como un ser de luz, como una estrella fugaz que explota y llena de energía absolutamente todo lo que toca. Y ese tipo de estrellas, ese tipo de hombres de los cuales está llena la humanidad, desde Caravaggio has- ta Christopher Marlowe, desde Mozart hasta Cristo, no pasan nunca de los cuarenta; no se sabe por qué, y yo no soy determinista ni calderoniano en ese sentido. Duran lo que duran, estallan y van convirtiendo su vida, como Federico, en actos poéticos. Finalmente, son seres que están un centímetro más cerca de la realidad que nosotros, gente que llena de energía todo lo que toca.

Dice Christopher Maurer, que ha publicado la última correspondencia completa de Federico, que cada mes, cada quince días, en el mundo aparece un dibujo, una postal, un pequeño poema, una carta de Federico... En ese momento, seis mil ojos de tres mil catedráticos del mundo lo miran con sentido crítico; y a pesar de eso, todo resiste. Un pequeño dibujo, una suma en un papel de un restaurante, todo resiste. Creo que todo resiste porque era un ser que se implicaba enormemente en todo lo que hacía, en cada acto de su existencia, y además, lo sabía desde antes. Estoy convencido de que él, innatamente, sabía dirigir teatro, ordenar un espacio, contar una historia con sentimientos vivos, producir esa magia del acto irrepetible, como sabía música. Otra cosa es que después con Falla aprendiera música y después con los actores aprendiera a hacer teatro. Él necesitaba, no la intuición del escritor que escribe una obra de teatro que va evolucionando, él necesitaba el taller, el obrador del pastelero, el sitio donde hacerlo con las manos y, además, enfrentarse con el público.

No voy a hablar del libro, no voy a hablar de La Barraca, ustedes lo pueden leer y sin duda lo conocen mejor que yo. Voy a recordar, simplemente, que Federico se transforma enormemente con La Barraca. Creo que es su forma de adentrarse y tener un conocimiento del teatro. Siempre se dice «Yerma es Federico». No creo que ninguno de sus personajes sean Federico y lo son todos a la vez. Lo que sí creo es que él presta sus sentimientos a sus personajes, generalmente mujeres. Cuando uno tiene 20 años quiere ser libre y revolucionario como Mariana Pineda, y él le presta su sentimiento, y el sentimiento de los personajes de Bodas de sangre, y el sentimiento de los personajes de Yerma, hasta que llega al monólogo del tercer acto de Doña Rosita la soltera: «Todo está acabado... y, sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía... ¿Es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad? Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretase sus dientes por última vez». Éste es el fragmento del tercer acto de Doña Rosita la soltera, que sería simplemente un momento altísimo de poesía dramática, de gran teatro, si Federico no pusiera inmediatamente otra frase después de poner punto: «Pero ¿por qué estoy yo hablando todo esto?».

Acto de purificación

Ahí ya es el poeta y nunca más le encargará un personaje a una mujer. La casa de Bernarda Alba es una obra completamente distanciada en la que él se implica de otra manera. Es una terrible profecía de lo que nos vendría después. El tercer acto de Doña Rosita creo que representa la vida de Federico, alguien con muchísima sombra y con una luz que hacía que tuviera que vivir todos los días las palabras lúcidas de ese monólogo, centrar el acto de vivir en ese tránsito constante de dos opuestos: la esperanza y la desesperanza, la vida y la renuncia, una manera apasionada de formular el «ser o no ser». No es más que una metáfora del hombre puesta en un poeta. Poco a poco se fue implicando en El público, en Comedia sin título. Construyó su álter ego en esos personajes masculinos, el autor, el director, los únicos buenos personajes masculinos -aparte de Pepe el Romano, que no sale- en la obra de Federico García Lorca. Hizo en éste, su último teatro, materia dramática de sí mismo, él mismo se autoinmola a través de sus dos álter-ego, como un último acto de purificación.

La Barraca fue el sitio donde él pudo meter las manos en la harina y enseñar teatro, redescubrirlo para él, que ya lo sabía, y enseñarlo a los demás, y dejar esa energía, que por lo que puedo notar persiste hasta hoy.

Todo se acabó, dice Doña Rosita, todo se acabó en La Barraca, todo se fue yendo porque llegó la guerra civil. Federico era alguien, lo dice su hermana Isabel siempre, que no quería aburrirse; cuando uno se aburre, aburre a los demás, y él necesitaba ser nuevo para él cada día, para no precipitarse en la sombra que se cernía sobre él todos los días * Se refiere a la anécdota relatada por Emilio Garrigues según la cual cuando Federico García Lorca pronunciaba sus palabras de presentación de La Barraca, antes de las representaciones, le ataban una cadena a la cintura para tirar de ella cuando veían que se extendía demasiado.