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Al final de otro noventa y ocho
José Carlos Mainer

José Carlos Mainer, catedrático de Literatura de la Universidad de Zaragoza, autor de alguno de los ensayos literarios más relevantes sobre el período histórico conocido como la Edad de Plata, dibuja en este artículo su visión del 98 como «escena originaria» de nuestra cultura contemporánea, anticipadora de lo que después fueron las generaciones del 14 y el 27. Al hilo de la programación de la Residencia con motivo de la celebración del centenario del 98, Mainer aboga por una concepción globalizadora del período y encuentra en el proyecto Red de centros y archivo virtual de la cultura española contemporánea una valiosa herramienta para cumplir este objetivo.

Ha acabado ya aquel «98 sin lágrimas» -acuñación feliz del historiador Fernando García de Cortázar- que, cien años después, se ha inclinado con más piedad curiosa que golpes de pecho sobre el anterior fin de siglo español. Lo escribí en reciente ocasión en estas mismas páginas y el lector sabrá disculparme la reiteración: con el tiempo, la imagen de 1898 que ha quedado es la de una felix culpa, una «culpa feliz» que a vuelta de las pesadillas agoreras y de tantas señas de muerte acabó por traer una intensa renovación a la vida intelectual española. ¿Es éste el mejor epitafio que cabe escribir sobre la compleja urszene con que empezó nuestro siglo XX?

El 1898 es, sin duda, una abreviatura de muchas cosas. Y es muy posible que lo que tiene de «escena originaria», en el sentido freudiano de la expresión, siga gravitando todavía sobre nuestra convivencia como comunidad nacional. Nuestra renta per cápita se ha multiplicado y aquel país agrario de entonces es hoy una economía de servicios y una estimable potencia industrial. Pero el pleito de los regionalismos, que acababa de adquirir en 1898 su forma más moderna, no fue resuelto ni lo ha sido a la fecha. Ni el hondo rencor de 1900 contra el caciquismo, el militarismo y el clericalismo, primer balbuceo de una cultura política popular, llegó a madurar nunca en forma de una modernización cabal de las estructuras del país: un régimen estable de partidos, un Estado eficaz y reconocido y una satisfactoria secularización de la sociedad española han sido entre nosotros un fruto muy tardío de la maduración de esa misma sociedad y de la inevitable corrosión de muchas desconfianzas.

La creación de una conciencia habitable de nación, desplazando al paisaje o la literatura o a la intrahistoria la función otorgada a Viriato y Numancia, a Fernando III el Santo y al Dos de Mayo, ha sido también un proceso lento con demasiadas resistencias y descorazonados pasos atrás.

Lo mejor del noventa y ocho fue, al cabo, que una serie de figuras egregias comenzaron a pensar en todo esto: unos convirtieron su pesimismo en espléndida literatura, otros descubrieron Españas más profundas como materia estética, aquellos se encerraron en su laboratorio o en su despacho, empeñados en que no saldrían de allí hasta que su país contara en la bibliografía científica universal. Hace ya veinte años, la desazón de otra generación de españoles irritados dio en definir como «pequeño-burguesas» y políticamente insuficientes aquellas decisiones de 1898. Lo eran, sin duda, pero cien años después siguen siendo una tradición admirable. En estas mismas fechas de ahora, algunos miembros de otra generación (que aparece encantada de conocerse) sospechan que en aquellas actitudes hubo mucho de soberbia intelectual y de inmotivado repudio de un régimen político abierto y plural. Y es cierto que en aquellas calendas el radicalismo era más atractivo que la tibieza y que la democracia no formaba parte del recetario intelectual, pero también es patente que la Restauración, tan hipócrita y tan limitada, no fue el mejor de los escenarios posibles.

Hizo bien, por lo tanto, la Residencia de Estudiantes en centrar en la «Edad de Plata» su reflexión sobre la España del siglo XX que ya acaba. Se ha dicho que éste es un concepto que ha tenido más fortuna evocadora que exactitud conceptual. Conviene no olvi- dar que se debe a la sensibilidad de José María Jover, quien lo hizo constar por vez primera hace ya mas de treinta años en aquel señero manual de Historia de España que escribió con Antonio Ubieto, Joan Reglá y Carlos Seco. Y puede que su inventor no anduviera tan descaminado al asignar el metal de referencia: si se compara la «edad de plata» con el «Si- glo de Oro» hay, efectivamente, en ella algo de más doméstico, menos esplendor pero quizá más solidez modesta, menos ambición universal y más simpatía afectiva (lo que no quiere decir que no haya una linea, la más pura, de intimidad y reflexión en el llamado Siglo de Oro: hay patéticas cabezas huecas o soñadores impenitentes y hasta irritantes, pero también existe una tradición que va del Lazarillo a Zurbarán y Velázquez, de Aldana y Fray Luis a Cervantes y Gracián).

A la fecha, en fin, el marbete de «edad de plata» parece unir de manera muy satisfactoria las memorias tan diversas que nos ha traído 1998: unas eran las propias del Desastre pero otras las de gentes que vivieron el despliegue de creatividad de los años veinte y treinta, tan lejos ya de la depresión finisecular. Los centenarios de Aleixandre, Dámaso Alonso, Chacel y Lorca han convivido con el recuerdo de Cavite y Santiago, y por eso ha sido preciso hallar los elementos conjuntivos de unas y otras cosas. En este orden de cosas, la originalidad de las celebraciones de la Residencia de Estudiantes ha sido notable. Al inaugurar en diciembre la exposición Un siglo de ciencia en España, cuyo comisario ha sido José Manuel Sánchez Ron, se ha traído a la discusión uno de los aspectos menos conocidos pero más significativos de nuestra historia reciente: el esfuerzo de institucionalizar y proporcionar continuidad a aquella «ciencia española» sobre cuya misma existencia habían disputado con encono los intelectuales españoles en 1876-1880. Al promover, con la Fundación Caja Madrid y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, el seminario La tradición liberal en la España contemporánea se ha otorgado la debida relevancia a un factor ideológico fundamental: componentes tan dispares como la añoranza de un Estado respetable, la conformación de un nacionalismo emocional y amplio, la pelea por la secularización de la vida cultural y la proyección inequívocamente progresista de la acción política son los ingredientes más genuinos de la «tradición liberal» española y, en definitiva, los que han estado presentes en las figuras más insignes del período. Liberales fueron conservadores como Menéndez Pelayo o Valera, reformistas como Galdós y radicales como Clarín, cuya amistad mutua sigue siendo uno de los más hermosos capítulos de la vida española de los años 1880-1900. Liberal era Unamuno cuando soñaba una «religión nacional» para su país, y lo era Ortega cuando en la Sociedad «El Sitio» de Bilbao exaltaba la superioridad de la escuela pública. Liberal era el masón y agnóstico Santiago Ramón y Cajal, como el Antonio Machado que, desde Baeza, pasaba lista a las «virtudes» de Don Guido. Liberal fue el clima que hizo de unos acomodados retoños de una burguesía tradicional -pienso en Ramón Gómez de la Serna, en Lorca y en Buñuel- tres figuras capitales en la ruptura vanguardista de las convenciones de su propio mundo originario.

De este modo, la Residencia se ha afianzado como testigo esencial del siglo XX; lo era ya por su inolvidable historia y ahora lo es por la feliz invención de la Red de centros que en el resto de España estarán conectados a un archivo virtual de nuestra cultura contemporánea. Este siglo que está a punto de acabar ha estado presidido en todo el mundo por el signo de la contradicción: ha sido la centuria más violenta y cruel pero también la más lúcida, la de mayor odio destructor y la más obsesionada por la reconstrucción de lo que destruía, la más sectaria y a la par la más tolerante, la más envenenada por el nacionalismo ciego y la más fecunda en datos de universalismo, la que ha soñado devolver el arte a su infancia pero también la primera que ha entendido todas las expresiones artísticas del ser humano. Difícilmente nos podemos enorgullecer de ella, aunque, de hecho, nos ha proporcionado los gérmenes para construir un mundo diferente. ¡Ojalá quede esa mejor parte como legado para los hombres del siglo XXI y ojalá en nombre de ello nos miren con indulgencia! De este trozo de la península más occidental de Europa quedará, sin duda, el estremecimiento de belleza de un poema de Lorca, la honda verdad íntima de una reflexión de Unamuno, un mohín de desolación de Pío Baroja, una réplica irónica de Juan de Mairena, un estallido blanco en un cuadro de Sorolla o el misterio de una frase pianística de Enric Granados. Y el secreto de todo eso estará en los archivos amorosamente guardados, en los libros más certeros, en las listas bibliográficas que la Residencia de Estudiantes preservará para nuestros herederos y que darán algo de su calor humano a ese limbo, habitualmente frío y hasta trivial, que llamamos ciberespacio.