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Algo sobre la poesía de José Moreno Villa

James Valender

He intentado siempre decir lo más posible del modo más directo y más sencillo. Poesía desnuda y de voz francamente humana he querido hacer.» Esto lo afirmó José Moreno Villa (1887-1955) en una «Autocrítica» escrita en 1924 con motivo de la publicación de su cuarto libro de poemas, Colección. Tal defensa de una poesía desnuda, pero netamente humana, debería haberlo alejado por completo del mundo de los jóvenes poetas españoles del momento, quienes, si hemos de creer al filósofo Ortega y Gasset, estaban escribiendo su obra bajo la bandera intransigente de la deshumanización. Pero el hecho es que, sobre todo a partir de esta fecha, y sin que se notara un cambio fundamental en su orientación ética-estética, Moreno Villa no sólo no se encontraba distanciado de los poetas jóvenes, sino que, al contrario, fue integrándose poco a poco en lo que hoy en día se suele llamar la generación del 27. Sus dos libros siguientes, Pruebas de Nueva York (1927) y Jacinta la pelirroja (1929), uno de prosa y otro de verso, se publicaron en la imprenta Sur, de Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, mientras que poemas suyos fueron apareciendo en las principales revistas por las que la generación misma iba encontrando su camino, desde Litoral, Verso y Prosa y Poesía, hasta Héroe, 1616 y Caballo verde para la poesía.

Esta aparente paradoja nos advierte una vez más de la necesidad de cuestionar el famoso diagnóstico de Ortega sobre La deshumanización del arte, un texto ante el cual, por cierto, los propios poetas del 27 fueron los primeros en protestar. Porque, más que una supuesta (y, en todo caso, imposible) deshumanización, lo que éstos anhelaban era una poesía libre de toda efusión sentimental, fuese de abolengo romántico o de tradición simbolista; y claro, sólo un sentimental identificaría la mera supresión de los sentimientos con la eliminación de toda cualidad humana. La emoción poética es otra cosa, tal y como el propio Moreno Villa fue descubriendo al dejar atrás la poética confesional de sus primeros libros, ese «abrir el pecho ante los otros» o ese «confesarse a gritos como los antiguos cristianos» que evocaría con pena en su «Autocrítica» de 1924: «He llegado muy lentamente a saber por mí mismo que la poesía es otra cosa. Y si en mi primer libro, Garba, hay aciertos, se deben al instinto y a la resonancia de lo popular que siempre tuvo acogida y espacio en mí». Conviene resaltar esta mención de lo popular, porque, en efecto, fue la copla andaluza la que le ofreció una de las formas más felices de lograr la despersonalización lírica que pretendía; y también porque explicaría en parte el gran atractivo que la poesía de Moreno Villa cobraría para los jóvenes poetas andaluces del momento. Ya mencioné a Prados y Altolaguirre, pero habría que recordar también a Alberti y Lorca, quienes igualmente encontraban en la poesía popular andaluza una rica tradición poética estéticamente compatible con sus preocupaciones vanguardistas.

La vanguardia en sí le llegó a Moreno sobre todo a través del cubismo, con cuyas expresiones plásticas estaba íntimamente familiarizado. En esta escuela aprendió la lección de la irónica yuxtaposición de planos alejados entre sí; lección fructífera que lo llevó, por un lado, a acercarse al surrealismo (o al menos a lo que en 1932 definiría como la expresión de «lo selvático que sigue habiendo en nuestra personalidad») y por otro, a ensayar el prosaísmo: un prosaísmo, en palabras del propio poeta, «elevado a una gran tensión lírica y sostenido allí por su misma exacerbación» («Autocrítica», 1933). Fue Octavio Paz quien, en varias ocasiones, celebró la presencia del coloquialismo en poemarios de Moreno Villa como Jacinta la pelirroja (1929) y Carambas (1931). Sin embargo, creo que no se ha apreciado debidamente la forma en que el prosaísmo de este poeta, rebasando simples cuestiones de dicción poética, llegó a formar parte de una propuesta mucho más compleja, que suponía la dramatización irónica de su persona, un procedimiento que, si bien presente en libros anteriores, resulta especialmente feliz en colecciones como Puentes que no acaban (1933) y Salón sin muros (1936). Es decir, si bien se suele asociar a Moreno Villa con el surrealismo de los poetas del 27, con igual derecho se le podría identificar con la larga tradición de la «poesía de la experiencia», que remontando, en lengua española, a Espronceda y a Manuel Machado (dos poetas muy admirados, por cierto, por el malagueño), y pasando por Luis Cernuda, desemboca en la obra de Jaime Gil de Biedma y de sus discípulos.

El exilio

La guerra civil obligó a Moreno Villa a estrenar vida nueva en México, a los 50 años. Exigencia difícil, para el poeta no menos que para el hombre, porque, como éste habría de recordar en 1949 en el transcurso de una lectura de sus poemas ofrecida en el Ateneo Español de México, el destierro significó algo más que la simple pérdida de caras amigables y de paisajes conocidos: «La pérdida significó mucho: fue quedarnos sin suelo; fue quedarnos en el aire; pero fue más, fue sentir quebrada e interrumpida la trayectoria natural; fue desviarnos y empujarnos hacia metas imprevistas». Y todo esto, además, en un momento (al menos en su caso) «cuando ya las fuerzas juveniles estaban en crisis, y muchas de las creencias o ideales». Es sintomático del temple moral de Moreno Villa el que estuviera a la altura de estas difíciles circunstancias. En los últimos dieciocho años de su vida, en una obra poética cuyo perfil apenas ahora se puede empezar a percibir en toda su extensión, el poeta se puso a explorar la nueva realidad en que vivía, a la vez que emprendió una larga meditación sobre el sentido del naufragio, sobre el desaliento personal y colectivo, sobre la incomprensión con que muchas veces era recibido en el mundo nuevo (a pesar de las buenas intenciones de unos y otros), sobre el paso del tiempo, sobre la muerte... Nos legó así algunos de los poemas más bellos y más conmovedores de los muchos escritos por los poetas exiliados. Pienso, por ejemplo, en «Confusión y bloqueo», «Aquí estoy», «Oigo», la «Carta de un desterrado», las «Canciones a Xochipilli», o en el más conocido «Nos trajeron las ondas».

A pesar de los esfuerzos de algunos destacados críticos, la guerra civil y los largos años de exilio que la siguieron parecen haber borrado a Moreno Villa de la historia literaria española. Puesto que el poeta no reunió su amplia obra poética antes de morir y puesto que las ediciones de los libros individuales (las hispanoamericanas todavía más que las españolas) resultaban casi imposibles de consultar, durante más de cuarenta años el lector interesado en su poesía tenía que satisfacerse con las breves selecciones (muchas veces repetitivas) que figuraban en las diferentes antologías de la época. Ahora por fin, gracias a la labor de Juan Pérez de Ayala, el lector cuenta con una cuidadosa recopilación no sólo de todos los libros publicados en vida del poeta, sino también de la abundante y variadísima obra que Moreno Villa dejó sin recoger al morir (gran parte de ella inédita). Para la historia de la poesía española moderna, el rescate no es cualquiera cosa... O por lo menos, esperemos que no lo sea.

En 1957, en sus Estudios sobre poesía española contemporánea, Luis Cernuda publicó unas duras palabras sobre la suerte que, según él, le esperaba a la obra poética de Moreno Villa: «La pobreza, la ignorancia, la indiferencia de nuestro ambiente literario han hecho que este poeta sincero y tan auténtico no recibiera nunca la atención que por lo menos merece. Y en cuanto a esperar que las generaciones venideras enderecen la injusticia cometida en su caso, sería esperar demasiado; entre nosotros la literatura no tiene, cuando la tiene, sino actualidad». Ha llegado el momento para que tal triste profecía quede por fin desmentida.