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Fundación Residencia de Estudiantes

Pepín Bello
en La Pedrera
Ignacio Vidal-Folch

Con motivo de la exhibición en Barcelona de la exposición «Los putrefactos» de Dalí i Lorca, se celebraron en el auditorio del Centro Cultural Caixa Catalunya de La Pedrera tres actos en homenaje a estos artistas y su tiempo. El primero de ellos fue un concierto del Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana, con obras de, entre otros, Falla, Ravel y Albéniz; en segundo lugar, se clausuró el simposio «García Lorca i Catalunya», organizado por la Universidad Pompeu Fabra, y por último, José Belló, amigo de Dalí y García Lorca en la Residencia de Estudiantes, participó en una charla en la que contó anécdotas de su juventud y de sus compañeros.

Había en Barcelona un restaurador que le guardaba a Franco un hondo resentimiento. El restaurador, al que llamaremos don Pedro, había padecido prisión después de la guerra civil, se había sometido a trabajos forzados en el Valle de los Caídos, lo había pasado mal, muy mal en la posguerra. Con el paso de los años había podido poner en pie un restaurante, cerca de Santa María del Mar, un restaurante familiar donde se comía muy bien.

El único problema de aquel restaurante era que a la que te descuidabas don Pedro te contaba ciertos detalles de su último viaje por España. Cada verano pasaba las vacaciones viajando por la Península, elegía para pernoctar los paradores nacionales en los que Franco había pernoctado y exigía que le dieran la suite donde había dormido el dictador.

Una vez en ella, saltaba sobre la cama y, dando botes, repetía a voz en grito

–¡Hijo de puta, tú estás criando malvas y yo estoy vivo! ¡Cabrón!

Una anécdota divertida la primera vez que la escuchabas, pero francamente fastidiosa cuando empezabas a sabértela de memoria. Llegó el momento en que, a pesar de la atracción casi irresistible que ejercía la cocina de don Pedro, te lo pensabas dos veces antes de entrar a comer en su restaurante.

De hecho, con aquel recuerdo obsesivo de Franco, y con su venganza, Pedro lo estaba resucitando para ti, en el mismo momento en que te zampabas su magnífico guisado. Lo más patético de todo esto era la futilidad de su venganza: ¡pues ahora Pedro, a su vez, ha muerto!

Sé bien por qué pensaba en esto, el otro día, cuando me dirigía a escuchar a don José Bello en La Pedrera: es el revés de Pedro. José Bello es importante para mí. Es un arquetipo humano con todas las de la ley. Su modo de ser, su suerte me parecen admirables.

En la Residencia de Estudiantes estuvo literalmente rodeado de genios. Fue amigo de Dalí, de Lorca y de Buñuel; y no un amigo cualquiera, sino que estaba a la altura de los tres en inventiva, en aportación de ideas a aquel círculo privilegiado. Diversos documentos exhumados en los últimos años lo atestiguan.

Pero, a diferencia de sus tres amigos geniales, Bello no tiene una producción artística. Oyéndole hablar en La Pedrera el mes pasado, y ya antes, al conocer su autoría del célebre caligrama «El ateneísta» o al ver sus dibujos realizados en la Residencia, se deduce claramente que esa esterilidad era voluntaria, o casi voluntaria. Lo imagino como una versión juvenil, más alegre y menos magistral, de aquel doctor Sonne del que habla Canetti en su Juego de ojos.

A Bello le faltaba el animal que roe las tripas del verdadero artista y que le obliga a producir sus obras. En su estómago debían de producirse buenas digestiones, y no la lucha diabólica del creador con su demonio para arrancar de ellas algo universal. Esa fábrica biológica producía buen humor, una especie de inteligencia feliz y panteísta. El caligrama demuestra que su actitud crítica o sarcástica contra aquellos ateneístas presuntamente filisteos de sus tiempos iba acompañada de una bonhomie, de una especie de ternura divertida.

Según yo lo veo, a Pepín Bello le importaban poco los ateneístas y la lucha contra los «putrefactos». No combatía las convenciones: se reía de ellas.

Combatir, debelar, luchar, ofender fueron verbos que tuvieron su hora de prestigio, pero ahora parecen una ordinariez. No sé si es porque es imposible ganar las luchas; el caso es que todos esos verbos sugieren algo espasmódico, animaloide, primitivo. El problema, al que quizá Bello le diera vueltas alguna vez, es que sin ellos no hay creatividad posible.

Tener una mentalidad artística y negarse a darle vía libre conduce a uno de dos caminos; uno, el sentimiento de frustración y las lamentaciones retrospectivas, habituales en tantos seres humanos que creen tener o haber tenido talento, y haber renunciado a él rindiéndose, irremediablemente obligados o no, a las presiones más prosaicas de la vida. Casos humanos de esta especie abundan tanto que se puede decir que componen una de las características psicológicas del siglo xx, su pathos más difuso: la dolorosa conciencia de la propia mediocridad.

Otra, mucho menos extendida, predicada por algunos espíritus orientales, y que requiere cierto refinamiento de alma, es la que dirige a Pepe Bello: renunciar sin lamentaciones a la manifestación de los propios dones puede ser una virtud espiritualmente aristocrática, y cuando se pliega uno a ella sin siquiera ampararla en el desprecio a los semejantes, en el hastío de la vida o en la indiferencia hacia el arte, entonces ya tiene algo de divino.

Si a José Bello no le acosásemos los periodistas hubiera seguido en el perfecto anonimato en que ha vivido durante décadas. Pero, como le acosamos, ni siquiera reclama el pudor del silencio, y acude de buen grado a recordar en voz alta las anécdotas de Lorca, Dalí y Buñuel.

Su discurso es una fiesta de la memoria. Sin siquiera la sospecha de un poso de amargura, de rencor o de melancolía por la fuga del tiempo, sin un reproche a nada. Mientras le escuchaba desgranar recuerdos de su juventud en compañía de genios, con tanta gracia y con tan envidiable memoria, yo iba recordando las cartas de Dalí, desde Figueras, reclamándole que trabajase, que produjese algo, que no dejara sin fructificar su talento.

Imagino a Lorca, Buñuel y Dalí comentando que era una lástima que Pepín, con tanto talento, no trabajase. Bello no les hizo caso. Decepcionarles en eso me parece una obra de arte más considerable que los divertidos e ingeniosos dibujos de «putrefactos» dalinianos, en cuya génesis está Bello y que se han expuesto ahora en La Pedrera.