REVISTA

Último número
Números anteriores

1 2 3
 
4 5 6
 
7 8 -

Jefe de Redacción:

José Méndez

Comité de redacción:

Belén Alarcó
Santos Casado
Manuel Rodríguez Rivero
Salomé Sánchez

Fotógrafos:

Joaquín Amestoy
Alfredo Matilla

Corrección de textos:

Antonia Castaño
Lola Martínez de Albornoz
Salomé Sánchez

Diseño:

Área Gráfica

Maquetación:

Natalia Buño
Celia Gª-Bravo

Fotomecánica:

DaVinci Impresión:
Artes Gráficas Luis Pérez

Depósito Legal:

M. 4.793-1997

Edita:

Amigos de la Residencia de Estudiantes
Pinar, 23. 28006 Madrid.
Tel.: 91 563 64 11
Copyright©1999
Fundación Residencia de Estudiantes

La literatura catalana
y el fin de siglo
Joaquim Molas

El ciclo de conferencias El 98 desde Cataluña, celebrado durante el mes de mayo con la colaboración de la Fundació Caixa Catalunya, ofreció, en el marco de las celebraciones del centenario noventayochista, una visión amplia de aquel fin de siglo y mostró su diversidad desde la particular perspectiva de Cataluña. Joaquim Molas, recientemente galardonado con el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, resume en este artículo su visión de la literatura del período.

En los últimos años del siglo y por caminos distintos, concurrieron, en las dos grandes capitales españolas, Madrid y Barcelona, incluidas sus respectivas áreas de influencia, una serie de factores que se interfieren unos a otros y que, en muchos aspectos, las singularizan. A grandes rasgos, estos factores podrían ser resumidos en los siguientes términos. Primero, los domésticos: las insuficiencias de la versión española del modelo de Estado liberal implantado por la Restauración y, como consecuencia, la aparición de diversos movimientos de crítica de la vida pública, cultural y científica. Y, junto a la crítica, las propuestas de «regeneración», aunque, a menudo, fuesen vagas y genéricas. Segundo, los comunes a Europa, es decir: la crisis del positivismo y la búsqueda de nuevos supuestos filosóficos y metodológicos, la explosión de las utopías sociales, en Barcelona, de inspiración anarquista, y la introducción de una nueva idea-motor, una idea, por definición, inestable, pero de sumo rendimiento, la de «modernidad», que, desde Baudelaire, como ha apuntado Jauss, no se opone, ya, a una concreta, la que se supone «antigua», sino que se presenta con sustantividad propia: elevada, dice Jauss, «a la categoría de lema programático de una nueva estética».

En Cataluña, territorio fuertemente industrializado y con lengua y cultura propias, las críticas y las propuestas, por ejemplo, de un Valentí Almirall o de un Pompeu Gener, tomaron rumbos muy distintos a los de Lucas Mallada. O Joaquín Costa, Almirall, con ensayos como L’Espagne telle qu’elle est (1886), invocado, al inventarse la generación del 98, por Azorín. Y con tratados como Lo Catalanisme (1886), sin duda, uno de los más sólidos y operativos. Gener, el primer traductor, si estoy bien informado, de Nietzsche al español, con diversos ensayos, especialmente, con los recogidos en Herejías (1887), también invocado por Azorín, y Cosas de España (1903), mucho más completo.

Por otra parte, la idea de «modernidad», como motor, apareció por primera vez en una declaración de principios de la revista L’Avenç: «defensa (i procurarà realitzar sempre) lo conreu en nostra pàtria d’una literatura, d’una ciència i d’un art essencialment modernistes; únic medi que, en consciència, creu que pot fer que siguem atesos i visquem amb vida esplendorosa» (sup. 15-I-1884). Ramón D. Perés, autor de esta declaración, expuso su idea de la «modernidad», todavía muy ligada a los modelos de la década, en varias reseñas del mismo año y en un prólogo escrito en 1888 para sus Cantos modernos, en los que defendió como referente a Goethe y Heine y en los que citó a Baudelaire y comentó un poema juvenil de D’Annunzio, Il peccato de Maggio (1883). Por contra, Joan Maragall, en unas notas autobiográficas redactadas entre 1885 y 1886, formuló, ya, en todas sus consecuencias la nueva idea de «modernidad» que se impondría con fervor a lo largo de los años 90. Y, poco después, en 1888, publicó uno de sus poemas más significativos, la Oda infinita, que concluye con unos versos de corte más o menos bodeleriano:

I sabrà si són les penses
del poeta extasiat,
tornaveu de les cadences
de l’aucell d’ales immenses
que nia en l’eternitat.


Así, en los años del cambio de siglo, más que como ruptura, como intensificación auspiciada por los desastres coloniales, se produjo, por una parte, una discusión abierta sobre la realidad de España y, todavía más, sobre su misma identidad. Y por otra, se consumó la revolución artística y literaria. En efecto: la crítica regeneracionista insistió en la realidad de dos Españas, la oficial y moribunda, y la viva y creadora, la de los diversos pueblos que la integran: «la España joven y la España cansada», por decirlo con Miquel dels Sants Oliver: «la España viva y la España oficial». Y, como respuesta a la crisis de identidad, surgieron, como mínimo, dos poderosos nacionalismos, herederos de los anteriores, pero planteados en términos modernos: 1) el que supone la idealización de la Castilla rural y, con ella, la invención de una España hecha a su imagen y medida (E. Inman Fox); 2) la idealización de la Cataluña industrial y la invención de una tradición propia, por unos caminos parecidos, pongo por caso, a los de la Hungría del milenario (J.Ll. Marfany). Y, con ella, la propuesta de una recomposición política de España (E. Prat de la Riba).

En este contexto, la revolución literaria, la realizaron, en principio, dos nuevos modelos de escritor, para entendernos, el intelectual, à la manière del Zola de J’accuse...! Y el artista puro, à la manière de Wagner. Es decir: el escritor que reflexiona sobre el hecho de vivir y, más en concreto, sobre la condición humana, toma posiciones en la selva de la vida pública, denuncia sus vicios y corruptelas, promueve alternativas, aunque sean utópicas, y que, a la vez, construye un producto eminentemente literario.

Dicho con palabras de Maragall: el escritor que tiene «el don de ver en el fondo de la vida» y que, contra la rutina que impone el compromiso a plazo fijo, habla/escribe sólo «cuando un fuerte impulso interior le dicta palabras que siente bienhechoras, casi diré necesarias, para sus hermanos». Y, con el intelectual, el artista puro, de sólidas convicciones, independiente, que pretende redimir al hombre de la «prosa de la vida» y que se siente víctima, a la vez, del esfuerzo creador y de la incomprensión del medio. Para él, el arte es más completo que la vida, en definitiva, la justifica. Y la Belleza constituye una Religión que, como dicen el joven Maragall y Rusiñol, tiene sus sacerdotes, sus profetas, sus evangelios, sus creyentes e incluso sus mártires. De ahí que el artista intente una síntesis de todas las formas posibles de expresión. O de todos los géneros. Borra las fronteras que separan unos de otros. Usa indistintamente para una misma reflexión o para una misma experiencia la pintura o el dibujo, la prosa o el verso y el teatro dramático o musical (Apel.les Mestres escribe e ilustra sus poemas que, más tarde, convierte en piezas teatrales; Rusiñol pinta varias versiones del «pati blau», de Sitges, que, paralelamente, reelabora en prosa de ficción o en pieza teatral, etc.). Introduce un nuevo género, el poema en prosa, inventado por Baudelaire (las primeras muestras, obra de Rusiñol, son de 1891). Rompe el verso canónico de la tradición, experimenta el versículo libre y hace las primeras tentativas de tipo visual (Nogueras Oller, Les tenebroses, 1905). Y, por último, realiza, solo o en colaboración, la imagen del Artista total, es decir, la del Rey Midas que transforma en Arte, o en Poesía, todo lo que toca (Apel.les Mestres, Santiago Rusiñol, Alexandre de Riquer, Adrià Gual). En este sentido, vale la pena destacar la revolución llevada a cabo por Apel.les Mestres en el campo de las artes gráficas (Vobiscum, 1892; La brivia, 1902). O un libro, las Oracions (1897), que, como un conjunto compacto, reúne los poemas en prosa de Rusiñol, partituras de Enric Morera y dibujos de Miquel Utrillo, con una selección y combinación de colores prodigiosamente programáticos.

Los dos modelos de escritor, pese a moverse en continentes distintos y, a veces, polémicos (cfr., por ejemplo, las críticas de Maragall, en nombre de la vida, a Apel.les Mestres y Santiago Rusiñol), coinciden en dos puntos programáticos esenciales: 1) la voluntad de regeneración/redención de la vida moral/artística pública y 2) la Religión de la Belleza. Pero, además, coinciden en otros, también esenciales: 3) la construcción, con materiales extraídos de la propia biografía personal, de un personaje público de defensa o de combate que, a menudo, ensombrece el real hasta, como en el caso de Rusiñol, aniquilarlo o, a lo menos, eclipsarlo; 4) la reflexión, a través de obras de ficción o de ensayos teóricos, sobre las razones y, más en concreto, el proceso de creación (cfr. Gaziel, de Apel.les Mestres, o El morfiníac, de Rusiñol). Definen, a veces al borde del manifiesto tipo Joan Moréas, verdaderos programas estéticos (Odes serenes, de Mestres; discursos de Rusiñol en las fiestas modernistas del Cau Ferrat). O intentan desentrañar, iba a decir que metafísicamente, sus mecanismos internos (Elogi de la paraula y Elogi de la poesia, de Joan Maragall). Por último, 5) la voluntad de profesionalización y, por lo tanto, la búsqueda de un mercado adecuado para los nuevos productos (de ahí el papel de algunos grandes periódicos, como La Vanguardia, La Almudaina y El Poble Català. O la proliferación de revistas de grupo, en general de vida corta, como L’Avenç, Catalònia, Pèl & Ploma o Joventut). Por varias razones, algunos fracasaron en el intento. Y cayeron en los fondos de la bohemia más negra, tan puntualmente descrita por uno de ellos, Plàcid Vidal (Els singulars anecdòtics, 1920-25; L’assaig de la vida, 1934). Pero el estudio de la bohemia, de sus ideales y frustraciones, merece un capítulo aparte.