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Becarios
curso 97 98
José Ángel Zamora, Carolina García Rizo, Carlos Fernández Tornero, Carlos Lorenzo, Garikoitz Cuevas y Josan Hatero son los seis becarios –cuatro investigadores, un pintor y un novelista– que durante el curso 1997-1998 han residido en los Pabellones Gemelos con una beca concedida por el Ayuntamiento de Madrid y la Residencia de Estudiantes. |
"Si con 26 años no te arriesgas y haces lo que verdaderamente quieres...". Estas palabras de Carolina, becaria en el área de ciencias, resumen el espíritu de los seis jóvenes que durante el curso 1997-1998 han residido en la Colina de los Chopos con una beca de la Residencia convocada gracias al Ayuntamiento de Madrid. Como dice Carlos Lorenzo, que pertenece al equipo de investigación de Atapuerca, recientemente galardonado con el Premio Príncipe de Asturias: «La investigación es como un bicho que te picase y no puedes evitarlo. Si quisiera ganar dinero me dedicaría a otra cosa porque sé que puedo trabajar mucho, que soy bueno y me considero un poco listo. Pero lo que me interesa es la ciencia». Opinión similar a la de Josan Hatero, novelista: «Si estás aquí es porque te gusta, no sabes muy bien si tú has elegido esto o esto te ha elegido a ti, pero lo tienes que hacer porque lo necesitas». Según Carlos Lorenzo: «Tienes que ser un tigre, tienes que ser el mejor porque las becas son limitadas y, conforme vas subiendo en el escalafón, lo son cada vez más». Para Carolina, el principal problema es que las inversiones en ciencia van a lo seguro: «Como no hay riesgo no se avanza lo que se debería avanzar». Y para José Ángel, investigador en el Instituto de Filología del csic, lo peor es la incertidumbre respecto al futuro; pero añade: «Hay que olvidarse de todo lo que no puedes controlar y tirar para adelante. Hay que trabajar con entusiasmo». Todos llegaron a la Residencia el pasado mes de octubre con lo que el bioquímico Carlos Fernández denomina «espíritu abierto»: «Vine a ver qué había, vine a conocer». Carlos Lorenzo destaca de estos meses en la Residencia la despreocupación que ha sentido por lo cotidiano: «Lo único que he hecho es tener amigos, investigar y leer»; así como los contactos personales, «tanto por los otros becarios como por la gente que ha pasado por la Residencia, que me han parecido impresionantes». Respecto a la actividad cultural de la casa, agrega: «Si no hubiera ido a los actos y hubiera pasado ese tiempo en la facultad, trabajando o estudiando, hubiera podido avanzar más en mi tesis; pero creo que he ganado por otro lado, en la formación humanística». Los seis becarios manifiestan el deseo de que aumente el número de residentes permanentes, una aspiración de la actual Residencia que se cumplirá cuando culminen las obras de rehabilitación de sus edificios. Todos echarán de menos la temporada que han pasado en esta casa. Alguno, como José Ángel, ya sabe qué va a añorar más de lo que ha vivido en los últimos meses: «Sin el abrir y cerrar de puertas en la cuarta planta, de buena mañana, corriendo a centrifugar una proteína, a interpretar mitologías orientales o a pelear contra el herpes Zoster y las rarezas de los gases nobles. Y, a la hora del cocido –y de los hojaldres al limón–, sin la derrota de Silio Itálico a manos del señor Zulueta, sin las falanges del hombre de Atapuerca. Sin que Sabines nos cuente hasta qué punto le encanta Dios. Sin los pentagramas de cifras, letras, evaluaciones y prospectivas abandonados en los sillones del salón de residentes. Sin la alegría del que vuelve del archivo, de la biblioteca o del museo con el manuscrito perdido y encontrado que resolverá siglos de oscuridad, meses de insomnios. Sin que ningún matemático alemán nos discuta un fuera de juego (drei Spieler!) o nos pregunte por la habitación de Lorca. Sin los dibujos, los libros y las postales allí delante, como si no las firmasen Dalí, o Cernuda, o don José Bello, que está ahí detrás, repartiendo marcha por el pasillo del Transatlántico, mientras descubrimos los canapés y la arquitectura escolar de la República. Sin las noches con el vino de los fenicios, después de los sujetos de Castilla del Pino, los hombres ilustres de Preston. Sin el endecasílabo de doce versos de Lázaro Carreter. O sin encarar de tú a tú la cúpula del museo de Ciencias, mientras Gari viste un poco sus abstracciones. Sin la cacharrería popular, sin la cuesta de la calle Pinar, sin el Madrid marítimo que se ve desde la terraza de los pabellones gemelos. Sin que Salvador nos enseñe el valor de un postigo o de un azulejo, frente a las obras del Central. Sin el andar virreinal de Mutis por las escaleras del Roca. Sin las risas en los claustros del Reina, sin la mano izquierda de Umbral, sin los cafés a vueltas con la cristalografía inorgánica y las rocas marcianas. Sin Macorina en el Ramiro, con la bufanda de Almodóvar al ritmo del poncho, como ustedes dicen, de Chavela. Sin Alicia y Pepe intentando que todo, todo, sume 27, ó 98. Sin los escoltas de un expolítico, asustando a los gatos de Serrano 119. Sin esas manos civilizando el flequillo de García Montero, justo antes de hacerse completamente viernes bajo el flexo del salón del Roquefeller. Sin la cercanía de García Olmedo, o de Mateo Díez. Sin los colegios visitando las adelfas o buscando el canalillo, sin las fotos de Buñuel y Gil de Biedma, sin los biombos, sin ese subidón... Qué va a ser de nosotros».
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