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Latigazo de luz
Dámaso Alonso

Miguel García-Posada

Dámaso Alonso es uno de los grandes críticos del siglo. Escribo la palabra crítico sin ambigüedades, en su sentido más justo: el de juzgador, el de evaluador de la obra literaria. Fue también un prodigio de erudición, un filólogo excepcional, un investigador de primera talla, circunstancias todas que lo han convertido en nombre mayor de las humanidades españolas. Pero me importa ahora subrayar su perfil de crítico al hilo de los 50 años de Hijos de la ira.

Antes que Roland Barthes, Dámaso Alonso descubrió el placer del texto. Su Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos (1950) representa en este sentido un verdadero monumento. Eso es leer a los grandes poetas clásicos pensando en el lector de hoy, sin abdicar un solo instante del rigor del dato, del conocimiento de las fuentes, pero trascendiendo dato y fuentes cuando es necesario. Y formulándolo además en un estilo exacto y emocionado a la vez, preciso y candente a un tiempo. Su enorme sabiduría no le impide al autor jugársela a cuerpo limpio con los grandes textos que tiene por delante. Y por eso, por ejemplo, es capaz de tirar -tirar, así lo escribe él- la estilística por la borda al concluir su magistral análisis de la Égloga III de Garcilaso y apoyándose, para hacerlo, en una suposición que estudios más recientes han puesto en tela de juicio: la naturaleza biográfica de ese poema, que el exquisito lírico habría dedicado a doña Isabel Freire, su amada ideal. No importa: ese diálogo intenso, punzante, arriesgado con los textos es lo que define al gran crítico, que sabe comunicar al lector la vibración de la obra de arte, su energía de creación.

La poesía damasiana ha de verse, entiendo yo, en la constelación de esta gran obra crítica. Hijos de la ira, su libro poético capital, tuvo decisiva significación en la sombría década de los 40. Frente a las musas y musos del más abyecto franquismo, esos versos fueron un latigazo de luz, un recuperador de la realidad, una expresión auténtica de poesía rigurosa y a la altura de las circunstancias de aquella España de la represión sin misericordia, de aquel mundo sumido en la catástrofe de la segunda guerra mundial: «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres».

Continúa siendo un libro imprescindible, donde la lírica española de la época recuperaba la extrema calidad que había alcanzado antes de la guerra civil; ese año se publicaba también Sombra del paraíso, de Aleixandre, el gran poemario del exilio interior. Textos como Insomnio, Yo, Mujer con alcuza, Monstruos, La madre, Los insectos, De profundis o A la Virgen María forman ya parte legítima de nuestra memoria poética. Mucha de la mejor poesía de la década -así los primeros libros de Blas de Otero- no hubiera sido posible sin estos versos patéticos y doloridos, cuyo lenguaje religioso no debe engañarnos: «Dios es la soledad de los hombres», escribiría Sartre por entonces, y la visión de nuestro poeta sintonizaba con esa frase, gustara o no, de los existencialistas franceses.