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Presencia de
Giner
(1898-1998)
Juan Marichal

La influencia de Francisco Giner de los Ríos (Ronda, 1839-Madrid, 1915), fundador de la Institución Libre de Enseñanza, desborda con mucho su papel de renovador de la educación en España para convertirse en referencia moral e intelectual de sucesivas generaciones españolas, desde el cambio de siglo hasta la Segunda República y así hasta este nuevo fin de siglo. En esta conferencia del ciclo Lecciones de un fin de siglo: 1898-1998, organizado con la colaboración de la Dirección General de Cooperación y Comunicación Cultural (MEC), el profesor Juan Marichal hace una semblanza de Giner y su reflejo en la obra y las actividades de algunos de los intelectuales españoles más relevantes del siglo xx.

«La obra de Giner es tan considerable que, hoy, cuanto existe en España de pulcritud moral lo ha creado él», escribía Manuel Azaña, en su diario íntimo, el 19 de febrero de 1915, el día del entierro de Giner. Y añadía: «Por el contrario, no se concibe un espectáculo de barbarie mayor que el que ofrecen los de la otra banda cuando hablan de este hombre».

Continuaba Azaña: «En ningún país de Europa puede darse un caso de obtusidad semejante, no se tomará en boca el nombre de un grande hombre con tan grosera ligereza como éstos lo hacen». Manuel Azaña estaba en Madrid, pero no acudió al sepelio ni tampoco, días más tarde, a la velada necrológica en la Institución Libre de Enseñanza; sin embargo, sí dejó constancia -ante sí mismo, en la intimidad absoluta del diario- de su deuda moral e intelectual con Giner: «Este hombre extraordinario fue el primero que ejerció sobre mí un influjo saludable y hondo». Recordemos que Manuel Azaña -tras concluir la licenciatura de Derecho en 1898- se matriculó en la Universidad Central el 16 de mayo de 1899 para obtener el doctorado. El curso de Giner -«Filosofía del Derecho»- no figura entre los cuatro escogidos por Azaña, pero sí lo frecuentó de gorra, como decía humorísticamente don Francisco. Así, en 1915 rememoraba Azaña: «con sólo asistir a su clase de oyente comenzaron a removerse y cuartearse los posos que la rutina mental en que me criaron iba dejando dentro de mí». Aludía Azaña, seguramente, a sus años en El Escorial con los agustinos que novelaría en El jardín de los frailes, y a su niñez alcalaína. Para Azaña, la clase de Giner representó en verdad una profunda transformación personal: «Giner no me enseñó nada, si por enseñar se entiende hacerle a uno deglutir nociones fabricadas por otro. Pero el espectáculo de su razón en perpetuo ejercicio de análisis fue, para mí, un espectáculo nuevo, un estímulo».

Años más tarde -según confía a su diario- notó cuánto debía a Giner al verse «con nuevos hábitos que sólo de él podían venir». Y en la rememoración íntima de aquella noche del 19 de febrero de 1915 traza Azaña un cuadrito inolvidable: «Aquellas tardes pasadas en una salita de la Universidad maloliente, oyendo la conversación -porque conversaciones eran sus lecciones- de Giner con sus discípulos, no se me olvidarán jamás».

Para Azaña, fue Giner un frecuente objeto de meditación íntima en sus cuadernitos de apuntes en 1915. Buscaba la clave de la persona entera de don Francisco, ya que sentía que su acusada singularidad no podía reducirse a un método pedagógico, por original que fuera en España. Y pensando en la relación de Giner con la Institución Libre de Enseñanza, propone Azaña (a sí mismo) una iluminadora analogía histórica y espiritual: «La Institución me recuerda a Port-Royal; Giner ha sido su Saint-Cyran. Semejantes en las funciones de dirección espiritual, no en el carácter».

Recordemos que la famosa Abadía de Port-Royal fue el foco del jansenismo francés en la segunda mitad del siglo xvii -sus máximos representantes en la literatura fueron Pascal y Racine-, que sería literalmente arrasada por orden de Luis xiv. La clave de Giner estaría en la aspiración a la perfección moral (como los jansenistas de Port-Royal), pero con una notoria diferencia: «La vida de Giner sería inexplicable si no tuviera por base la perfectibilidad moral del hombre alcanzada por el propio esfuerzo, sin auxilio de gracia alguna». Pues Giner estaba muy lejos «de esa terrible idea jansenista de la predestinación». En suma, en Giner se daba «el Amor al Bien por el Bien mismo».

Quisiera hacer un breve inciso para recordar con gratitud permanente a dos gineristas que me descubrieron la singularidad española de don Francisco: el primero fue, además, un residente algunos años, como adjunto al director. Me refiero a don Rubén Landa, a quien conocí en México en 1943, cuando dirigía el Instituto Luis Vives, uno de los colegios fundados por los exiliados de 1939. Don Rubén me habló frecuentemente de la pasión de Giner por el paisaje de la sierra, y así lo condensó en la siguiente interrogación: «¿Habrá habido alguien que haya querido a España más que él?». Al menos tanto como él, mi maestro de la Universidad de Princeton, don Américo Castro. Allí llegué yo en 1946 -gracias a don Rubén Landa- y escuché a don Américo recordar varias anécdotas relativas a Giner. La primera se refería a sí mismo cuando por vez primera se presentó en la Institución, con la altanería de un joven granadino que había pasado algunos años en la Sorbona. Al despedirse, don Francisco le puso tarea que justificara una segunda visita -aprender alemán- y ya en la puerta añadió Giner: «Y a ver si pierde usted ese tonillo del Albaicín». Sobre la pared correspondiente a la mesa tenía don Américo en su estudio la fotografía de Giner, Cossío y Rubio, orlada con la legendaria bandera tricolor. A veces, cuando el maestro se reprochara no haber conocido a España -y de ahí tanto disparate racionalista-, me atrevía a señalarle la fotografía del trío institucionista como símbolo perenne de aquella España de la que entonces tan poco conocía yo. Ahora sé algo y aquí estoy para compartir con ustedes estas consideraciones que quieren ser, sobre todo, un acto de fe.

En los años del llamado fin de siglo Giner fue para la generación posterior a él -la que sería denominada más tarde «generación del 98»- un paradigma intelectual y cívico. Por ejemplo, para Miguel de Unamuno, joven catedrático de Salamanca que había publicado un folleto, De la enseñanza superior en España. Giner no acusó recibo a Unamuno hasta el 17 de diciembre de 1899, contestando además a otra carta del 22 de noviembre de 1899: «Vine sin despedirme de usted, como lo hubiera deseado, vine en fuga. Madrid me repele. Sólo me compensan en él ratos como el que pasamos en la Moncloa, frente a la Sierra. Volveré en primavera y buscaré a usted».

La carta de Unamuno repite lo expuesto por él en ensayos y cartas, pero a Giner le interesó sobre todo la referencia al «condenado dogmatismo que nos corroe». Es más, Giner contesta a Unamuno con palabras muy reveladoras de su temple espiritual y moral. Escribe Giner: «Lo que dice usted del dogmatismo -de los dogmatismos de todos los colores- ¡qué verdad es y qué miserables nos trae! Yo no podría decirle cuánto congenio en ello con usted».

Y don Francisco confiesa: «No sé si lo he podido jamás dar a conocer bastante, pero siempre he deseado que mi enseñanza y mi acción y vida entera fuera obra de neutralidad, de tolerancia».

Sigue un largo párrafo que debe citarse, por su excepcional importancia, casi íntegro: «Es decir, no en el sentido negativo de estas palabras (neutralidad, tolerancia), usualmente semi-escéptico, semi-forzado y a regañadientes: sino positivo, enteramente positivo, de cooperación, de simpatía profunda para los que más contrarios se estiman -ellos, no yo- procurando hallar en todo y en todos lo conforme, la unidad que está mucho más honda, a un tiempo, que las divergencias, cuyo terreno, aun de las más acres, no cala más de la superficie y cuyo elemento sano, real y vivo no es la lucha, sino el de la división del trabajo».

Y, con su proverbial buen humor, observa Giner a Unamuno, con palabras que, desgraciadamente, no han perdido vigencia: «Aquí todos queremos quemarnos unos a otros, aunque yo no quisiera -y hasta me aterro de lo contrario- quemar ni a los que quisieran (puesto que los hay tan tontos y sandios) verme echando chispas». Y concluye Giner: «Todos traen su trabajo de buena o mala fe: el mundo lo aprovecha todo y el mal humor es un epifenómeno». Esto es, algo siempre accesorio y que no afecta a lo sustancial de la vida, que, para Giner, es el tema constante de su meditación.

Cabría también ver, en el texto citado de Giner, una alusión bien intencionada a la agresividad política del joven catedrático de Salamanca (particularmente en el terreno educativo). Es pertinente recordar, ahora, que Unamuno fue nombrado rector de Salamanca al año siguiente -el 26 de octubre de 1900- por un ministro liberal (García Alix) en un gobierno conservador. El mismo Unamuno comentaba, pocos días antes de su próximo nombramiento: «La cosa se ha sabido aquí, habiendo caído como una bomba. Figúrese usted eso de nombrar un gobierno conservador a un socialista, heterodoxo, propagador de ideas disolventes, que no pasa de 36 años y que no es de la ciudad».

Pero Unamuno hará del rectorado salmantino una tribuna única en Europa, ya que participará muy activamente en la actividad colectiva en pro de la instrucción pública. Para el joven rector no había duda alguna sobre el deber de las instituciones estatales: «El dilema es: o enseña el Estado o enseña la Iglesia y para evitar que la Iglesia enseñe, [hay que] proclamar el Estado docente». Propósito que fue opuesto por los políticos afines a Giner -su propio hermano, Hermenegildo- hasta tal punto que don Francisco le pide que moderen, en las Cortes y el Senado, sus alusiones al rector de Salaman-ca, aunque coincide con ellos en su defensa de la libertad de enseñanza. Porque, escribe Giner a su hermano, «de Unamunos no hay cosecha».

Podría proponerse que es entonces -en la primera década del siglo- cuando la prédica silenciosa de Giner sobre la reforma de España alcanza algunas de sus metas: por ejemplo, la creación de la Junta para Ampliación de Estudios (1907). Y hubo unos meses en 1906 -cuando don Segismundo Moret ocupó la jefatura del gobierno- que hicieron pensar al grupo político afín a Giner que podría intentarse un acercamiento al político liberal -compañero de estudios universitarios de Giner- ofreciéndole ciertas sugerencias para el gobierno de España. Entre los papeles y documentos diversos que constituyen el Archivo de la Institución Libre de Enseñanza en la Academia de la Historia, figura el borrador de una carta de Giner a Moret, fechada el 6 de junio de 1906, que -no obstante ignorarse si fue enviada- muestra claramente el proyecto «político» de Giner. Merece cierto detenimiento.

Primer consejo de Giner: «Poca Gaceta y poco ruido, sólo lo necesario para levantar el espíritu nacional». Segundo: «España carece hoy de un personal directivo», lo cual exige que se prepare un nuevo personal superior del modo más intensivo y rápido. Mas también «aprovechar lo mejor del antiguo hasta el último límite». Añade Giner: «Hay que gobernar (claro está) con la gente que hay; no con la que no hay. España no puede aguardar a que la haya. Pero eligiendo, además, una política austera y profunda». Hay, observa Giner -con palabras que parecen de hoy- un obstáculo casi insalvable: «Los tremendos periódicos, hoy semi-omnipotentes, hacen casi imposible gobernar». Y concluye: «No sé si le parecerá esta pesada carta un memorial de arbitrista, sólo respondo de haberla pensado despacio y puesto en ella lo más profundo de mi alma».

De todos modos -aunque haya sido un borrador sin más- este escrito de Giner muestra como en él operaba siempre lo que podríamos llamar pragmatismo idealista, muy singular en tierras de quijotismo desmedido y de realismo grosero. De ahí la atracción que generó en los jóvenes de la generación de 1914, como Azaña y Ortega, entre otros.

La amistad de Ortega con Giner fue particularmente reveladora de una afinidad intelectual que se mostrará de modo sobrecogedor en los días últimos de don Francisco, cuando esperaba la visita del catedrático de Metafísica de la Universidad Central para conversar de los dos temas que más les unían: el destino de la civilización europea y el de su patria. En cuanto al primero -ya empezada la guerra en el verano de 1914- Azaña recoge en sus cuadernillos de 1915 que Giner -alarmado por la virulencia de los aliadófilos españoles- había consultado a Ortega sobre la conveniencia de redactar un género de manifiesto recordatorio de lo que significaba Alemania en la historia de la civilización europea. Giner, por supuesto, se sentía totalmente identificado con los aliados, especialmente con el país que más admiraba, Inglaterra. Ortega compartía el temor de Giner respecto a las previsibles consecuencias culturales de la pasión aliadófila contra Alemania, pero persuadió a don Francisco de que era imposible hacer ninguna especie de declaración.

La amistad de Giner y Ortega muestra también un rasgo de la historia de España que debe acentuarse: la continuidad intelectual (¡y política!) de la España europeísta representada por tres generaciones sucesivas, la de Giner (generación de 1868 y de la Primera República), la de Unamuno (generación de 1898) y la de Ortega (generación de 1914). Y en esa continuidad espiritual, Giner -cuya obra escrita no contiene la riqueza de su alma- se destaca por una aleación única de humildad y firmes convicciones.

Quizás en una carta a Ortega (cuando el joven profesor estaba en Marburgo) expresó Giner muy claramente lo que constituyó su creencia intelectual: «Siempre vuelvo a mi tema que usted conoce bien: lo de Hamlet a Horacio, "la realidad es mucho más compleja que nuestras fórmulas"». Giner «moder-nizaba» así las famosas palabras de Hamlet There are more things in heaven and earth than are dreamt of in your philosophy. Y cabe conjeturar si no habría en dicha cita una alusión a conversaciones entre don Francisco y su joven amigo, que gustaba de las «fórmulas». Mas lo admirable en esa amistad de dos grandes cabezas valientes del comienzo de este siglo español es, sin duda, su coincidencia en un depurado patriotismo. Aunque hubo un significativo desacuerdo en el terrible verano de 1909 -el de la Semana Trágica de Barcelona, seguida de la condena y fusilamiento de Ferrer-, cuando lo que Ortega llamó «un monte de odio» dividió a España entera. Aquel verano fue el episodio español análogo al llamado «Asunto Dreyfus» en Francia, con la particularidad de una campaña internacional de protestas contra España -e incluso agresiones a sus representaciones diplomáticas- presentándolo como el país de la Inquisición. En España misma hubo manifiestos y actos que terminaron siendo expresión, que podríamos llamar corporativa, de los denominados intelectuales. Ortega tuvo un papel prominente y algunos de sus artículos en el periódico de su familia, El Imparcial, fueron causa de la crisis política que llevó al rey Alfonso xiii a pedir la renuncia al jefe del gobierno, don Antonio Maura.

Quizá para sorpresa de políticos conservadores -¡y liberales!-, Giner se negó tajantemente a dar su nombre para los múltiples manifiestos en apoyo de Ferrer, preparados sobre todo por su gran amigo y médico el doctor Simarro. La negativa de Giner se fundaba en la falsedad de la protesta internacional en cuanto a la inexistencia de la libertad en España. También fue ésta la razón de Unamuno, que, como Giner, se negó a sumarse a los demás intelectuales y que llegó algo más tarde a escribir que España era uno de los países de Europa con mayor libertad de expresión.

Para algunos de los jóvenes universitarios afines a Giner, en aquellos meses de 1909 -que Unamuno había complicado (digamos así) con sus gestos despectivos a los papanatas europeístas- su situación equivalía casi a un tormento interior. Por ejemplo, para Américo Castro, que en una carta suya a Cossío (que se hallaba en Berlín), fechada el 15 de septiembre de 1909, expone su dilema en aquellos días: «Atravesamos días tristes que dejan como una huella de amargura en cuanto se hace. Ahora bien ¿basta esta labor científica?». Y añade: «En una conversación con Ortega, me sostenía éste el deber de tomar una posición en la lucha (por o contra lo de Barcelona). [...] Yo no creo en este deber inmediato». Sería verosímil ver en el estado de ánimo de Castro un reflejo directo de la actitud de Giner, puesto que acudía a la Institución a dar un curso de filología hispánica. En breve, en la gran fractura política y moral de 1909, Giner -evitando la patriotería de Unamuno, como la llama Castro- resultó ser el gran patriota que necesitaba España. Recordemos, precisamente, que desde 1907 existía La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, realización de un proyecto de Giner.

Algunos meses antes, el 1 de agosto de 1906, escribía Giner a su discípulo, José Castillejo, cuya vida en los treinta años siguientes sería inseparable de la Junta, una breve carta que conviene citar casi íntegra. Castillejo estaba en Biarritz, reponiéndose de algunas dolencias, y había escrito a Giner refiriéndose «al intelectualismo enfermo» propio de la civilización moderna. Giner le contesta -en alemán- pidiéndole perdón por su alemán: «Su opinión sobre la gente intelectual es acertada, pero no cuando los intelectuales son también personas de corazón que se preocupan por sus hermanos». Y añade: «La situación de nuestra patria es oscura (¡muy oscura!), aunque nosotros trabajemos y nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, por lo que no creo que todo vaya a mejorar». Y advierte a Castillejo -reiterando un tema muy suyo-: «cada uno puede abarcar sólo cierta tarea», concluyendo: «Hay que esperar bien poco y trabajar como si esperásemos mucho».

El legado de Giner el educador ha sido recogido en España desde la restauración de las instituciones democráticas. Ha habido incluso notorios impostores que han usado el nombre de Giner -sin saber lo que fue- en vano: un epifenómeno de la reconquista de la libertad. Y todavía en abril de 1975, cuando el Ministerio de Educación reconoció la existencia legal de la Fundación Francisco Giner de los Ríos, observaba que el primero de sus propósitos originarios era ilícito ya que trataba de «asegurar los fines de la Institución Libre de Enseñanza». Un epifenómeno más. Lo real es que hoy, aquí, en esta Residencia que realizaba, y realiza, lo que él, Giner, soñaba para España, está aquí, ahora.