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La Plata de una Edad
José-Carlos Mainer

No parece una casualidad que Raza, el «anecdotario para el guión de una película» que Francisco Franco firmó con el seudónimo «Jaime de Andrade», comience con el recuerdo de 1898. En el verano de 1897, Isabel de Andrade espera con sus hijos la llegada de la corbeta que manda su marido, el capitán de navío Churruca. Y pocos meses después, nuevas órdenes obligan a éste a reembarcar con destino a Cuba, donde muere heroicamente en el desastre de la bahía de Santiago: en su barco se ha clavado la bandera de modo que no quepa arriarla en señal de rendición. Para el vencedor de la guerra civil, el episodio fue la culminación de una decadencia que solamente frenaría la sangría suelta de 1936 y lógicamente su victoria de Caudillo predestinado. En el libro, doce años después de la muerte de Churruca, Isabel y un amigo, el almirante Pardo, comprueban con horror que Pedro, el hijo díscolo, ha abandonado sus estudios de marino, cursa una carrera universitaria y asiste a una conferencia en el Ateneo donde se critica la guerra de Marruecos. «No sé qué me sorprende más -brama el almirante-, si la infamia de los profesores que os conducen a esos antros o la pequeñez y conformidad de la juventud en aceptarlos. ¿Has considerado alguna vez qué sería España si nuestros antepasados hubieran pensado así?».

Ofrece un curioso contraste que Antonio Machado dispusiera sus Poesías completas -que siempre concibió como una suerte de cancionero unitario, en torno al decurso de sus vivencias- de modo que empezaran con «El viajero», un poema que se publicó por vez primera en las revistas Ateneo y Renacimiento en 1907. Es un texto en pausados serventesios, narrativo y marcadamente elíptico, que evoca la llegada al hogar del hermano emigrante «que en el sueño infantil de un claro día / vimos partir hacia un país lejano», para volver al final derrotado y vacío (el padre de los Machado fue como registrador de la propiedad a Puerto Rico, deseando mejorar su fortuna; regresó moribundo unos meses después y murió en Sevilla, en 1893). Y no es fácil olvidar ni la fugaz sonrisa del viajero, que quizá traduzca sus recuerdos más felices de allá, ni mucho menos cómo «el temblor de una lágrima reprime, / y un resto de viril hipocresía / en el semblante pálido se imprime», ante el silencio respetuoso de los demás. Y es que fueron muchos más los españoles para quienes América y las colonias -antiguas o modernas- constituyeron una parte no siempre feliz de la hoguera de su vida, que aquellos otros que suscribirían al propósito la lúgubre obsesión del capitán Churruca (y del general Franco) por el honor patrio, las conspiraciones masónicas, las banderas clavadas, la muerte heroica y un pasado de cartón piedra. Que Machado iniciara su libro con aquel cuadrito de la «sala familiar, sombría» donde puede cortarse el espeso silencio de una historia de obcecación, fracaso y muerte, revela una vez más su pericia en acertar con la razón emocional de su país. Que Franco identificara su rencoroso mesianismo con la imagen militar de la derrota no parece menos importante en orden al futuro.

Conviene no olvidarlo en el centenario de 1898, por si algo pudiera quedar entre nosotros de afán de revancha ante el desastrado final de un imperialismo pobretón. Nada de su heroísmo merece otra cosa que un piadoso olvido. Incluso me atrevo a decir que ni siquiera resulta muy lícito asociar ineluctablemente el despertar de la España cultural y el desastre colonial, como si éste hubiera sido una felix culpa en el sentido augustiano del término. No fue así. La pesadilla colonial siguió, desde Marruecos, reclamando un tributo de sangre joven y popular, para sustentar algunas fortunas particulares y, sobre todo, los ascensos de los oficiales ambiciosos y las raterías de algún funcionario corrompido. Y la conciencia política de los españoles nuevos se forjó, en cambio, en una sugestiva encrucijada de acontecimientos que fueron mucho más allá de la crisis militar: la modernización de la economía del país, el crecimiento de las clases medias urbanas y el ascenso exponencial de los efectivos del pro-letariado industrial, la repristinización de las utopías republicanas y el auge de los partidos de clase, la elaboración de los mitos populistas del radicalismo (el anticlericalismo, el anticaciquismo y el antimilitarismo), la configuración de los nacionalismos vasco y catalán, la progresiva incidencia de los medios de comunicación en la opinión pública...

Entre 1895 y 1910 se produjo una fuerte respuesta a un gobierno oligárquico y a un tiempo que Galdós llamaría los «años bobos» y después Valle-Inclán los «años babiones». Fue un desprecio idéntico al que los intelectuales alemanes experimentaron por los gestos y los fastos del Segundo Reich, al que los jóvenes franceses e italianos dispensaron a lo más rahez de la Tercera República y del Risorgimento, o al que los británicos sintieron por la breve edad eduardiana. Todos sintie-ron que la Europa oficial de su tiempo era hipócrita, venal y envejecida; la identificación con el relamido arte Biedermeier, de patente vienesa; con sus burgueses orondos y sus militares vetustos y abrumados de condeco-raciones; con sus pesados edificios de estilo «Beaux-Arts» y su superstición por los ferrocarriles y los puentes. Los jóvenes se identi-ficaron mucho más con las víctimas de aquel mundo: los obreros famélicos y sucios, los campos que se tragaban el humo de las fábricas y los desmontes de las minas, las prostitutas que vagaban por las ciudades, los anarquistas que ocultaban la bomba en la cesta de la merienda, los bohemios soñadores que esperaban el triunfo en las buhardillas insomnes.

Aquella necesidad de cambio y de esperanzas venía de atrás y en España no siempre resultaba fácil distinguir lo que fue la protesta fin de siglo de lo que fue la noble voluntad de rectificación moral del último tercio de la centuria: quizá porque entre nosotros el régimen político correspondiente, la Restauración, fue mucho más sórdido e insuficiente que los que arriba se han citado. Al krausismo de 1854 se debió la primera formulación emocional de una filosofía que quiere explicar el curso de la historia, la primera argumentación del laicismo y la hermosa tradición de una pasión por la pedagogía. A la Institución Libre de Enseñanza, que vino de él en 1876, debemos la sensibilidad para el paisaje, la idea de hermandad intelectual y la fundación de un nacionalismo de signo liberal. A Galdós se debe buena parte de este mismo y, de añadidura, la primera mirada compasiva sobre las clases menestrales y humildes. Sin Leopoldo Alas hubiera sido impensable la noción moderna de crítica y el lenguaje espiritualista, que fue una de las grandezas del fin de siglo... Incluso el bueno de José Zorrilla escribía al final de sus días un poema -«La ignorancia»- que fue publicado póstumamente en 1893: allí, el poeta que recuerda que «la vida me pasé glorificando / la prez de España» descubre que su país tiene doce millones de analfabetos. Y clama: «¿Por qué? Señor Sagasta y señor Cánovas / si ustedes no lo saben, averígüenlo / porque si a leer a España no enseñamos / verán lo que es la España fin de siglo». Lo mejor vino, sin embargo, cuando se juntaron el pesimismo, la fe y una nueva estética de la percepción de la realidad: una forma de pensar más intensa y a la vez más desordenada, un predominio de lo intuitivo sobre lo formulario, una voluntad general de sencillez expresiva y de emotividad de fondo. Hoy sabemos que Ángel Ganivet fue un testigo arbitrario e incompleto de todo eso. Y que el tiempo fue más generoso de sí mismo con Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Antonio y Manuel Machado... Fueron ellos los fundadores de un nuevo continente de sensaciones. Después de leer a Unamuno nuestra relación con la fe, con lo que llamamos nuestro yo, ya no es la misma. Ni lo es nuestra visión de la gente que nos rodea, o la de nuestra soledad, después de leer a Pío Baroja. Antonio Machado y Azorín, cada cual a su manera, son dos nuevas experiencias de sentir el tiempo. Ya no podremos ver algunos cuadros sin haberlos escuchado con infinita precisión en los versos de Manuel Machado. Y decir de algo español que es «valleinclanesco» lo define con la misma precisión que si decimos «rojo», «duro» o «amargo»... Ése es, sin duda, el núcleo fundamental pero no se trata de un ámbito cerrado. Ramón Menéndez Pidal inauguró, por su parte, otro modo de entender el nacionalismo literario e histórico. Y Unamuno no se equivocaba en absoluto cuando tenía a Joan Maragall por el mayor poeta español de su tiempo. Ni ha disminuido nuestra admiración por la suite Iberia de Isaac Albéniz o por las Doce danzas españolas de Enric Granados, que realizaban, en buena parte, el sueño de una música española que Felipe Pedrell explicitó en su apasionado folleto de 1892. Y casi a la vez, «inventaba» la luz de su país la pintura de Joaquín Sorolla y poco después inventaría sus sombras Ignacio Zuloaga.

Llamar a todo eso «generación del 98» es reducirlo a una fecha poco convincente como tal y a un determinismo historicista que se queda muy corto para el volumen de lo que abarca. La modernidad estética que nació de un proceso de modernización de la sociedad -y, claro está, de la constitución de un nuevo mercado artístico- debe entenderse como un continuum que incorpora y organiza mucho más que rechaza. El nombre es, sin duda, discutible, pero el concepto «Edad de Plata» ayuda a entender lo profundamente unitario de esa secuencia. Juan Ramón Jiménez y Manuel de Falla, Ortega y Gasset y Eugeni d'Ors, Ramón Pérez de Ayala y Santiago Rusiñol, Gabriel Miró y José Gutiérrez Solana, Ramón Gómez de la Serna y Pablo Picasso son, en puridad, coetáneos casi estrictos aunque el imperativo de las fechas ordene incluirlos en escalafones distintos. Pero es que, seguramente, más que la tradicional regimentación de «generaciones», urge establecer los cálidos nexos de unión e intentar entender el azar de las citas temporales que convocaron las obras maestras: cómo Picasso pintó La Celestina el mismo año en que Baroja publicaba El mayorazgo de Labraz y Las señoritas de Avignon, el mismo de las Poesías de Unamuno, y cómo La vida breve de Falla fue coetánea de La ruta del Quijote de Azorín, y cómo compartieron idéntica anualidad Niebla de Unamuno, Platero y yo de Juan Ramón y Meditaciones del Quijote de Ortega...

No hay, en definitiva, poco que celebrar en el lugar que quizá tiene más títulos para hacerlo: conmemoramos lo mejor de nosotros mismos.

A la memoria de Vicente Cacho Viu