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Edita:

Amigos de la Residencia de Estudiantes
Pinar, 23. 28006 Madrid.
Tel.: 91 563 64 11
Copyright©1999
Fundación Residencia de Estudiantes

JOSÉ BELLO
Anterior a mí no existe nada
José Méndez

«Anterior a mí no existe nada.» Con esta frase irónica, con su punta de pitorreo zumbón y divertido, comienza la charla con José Bello Lasierra, el inevitable Pepín Bello de diccionarios y manuales. En su imagen, que sugiere abundancia, generosidad y armonía, no sobra, sin embargo, nada. En su palabra, que califica de manera clara, y en ocasiones contundente, nadie podrá hallar menoscabo del sujeto. Él sabe que su memoria es depositaria de datos que eruditos y entomólogos de la historia intelectual valorarían más que un poema, pero prefiere traer a colación las palabras, los gestos, las risas; y siempre, el recuerdo de la amistad. Nació en Huesca en 1904, fue residente desde 1915 hasta 1925, vive en Madrid rodeado de libros, de fotografías y de nuevos amigos. Pertenece a la primera generación de españoles que tuvieron acceso a una educación diferente a través de los hombres y mujeres que hicieron posible la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes y el Instituto-Escuela. Fue el centro de un grupo de amigos que protagonizan la cultura literaria y artística del siglo xx en España. Es la expresión genuina del talante que animó a esta casa en su etapa histórica y uno de sus mejores valedores en la actualidad. Sus recuerdos nos remiten al común de nuestra memoria colectiva. Sobran, por tanto, las preguntas.

La infancia

Fue felicísima. Tuvimos un padre admirable, muy comprensivo, y un gran educador. Sin ser un dómine nunca, tendió a orientarnos hacia algo formativo y cultural. Con muchas bromas, pero nunca por lo vulgar. Con la primera persona que vi el Museo del Prado fue con mi padre. Él hubiera querido ser pintor. Cuando terminó el bachillerato le preguntó mi abuelo: «Bueno, ahora, ¿qué quieres ser?». «Pintor», respondió. Calcule usted el efecto de semejante respuesta en la segunda mitad del siglo pasado. Se hizo Ingeniero de Caminos. Ese bodegón lo pintó con quince años. Hay que ver cómo está pintado eso, y era un niño. Podía haber sido pintor, desde luego. Mi infancia está informada por su influencia. La educación, los viajes, el arte, pero todo a través de él. Lo poco que sé de escribir, también. El paisaje de mi infancia es el campo. Yo pasé la infancia en las obras de mi padre, en contacto con la naturaleza y la gente más sencilla.

La medicina

Estudié Medicina. La ciencia no era del gusto de mi grupo, pero teníamos un gran respeto por todo lo científico. Había gente muy buena en esa área en la Residencia. El histólogo don Pío [Pío del Río Hortega] era un hombre estupendo, culto, inteligente. Calandre era gratísimo. Yo tuve una pleuresía que me duró seis u ocho días, y el que me vio fue Calandre. Fue mi profesor en el laboratorio de la Residencia, un gran tipo. La medicina creí que me gustaba, pasé todo lo peor de la carrera, pero no me gustaba absolutamente nada.

La Residencia, en el campo

Desde mi cuarto, que daba a lo que ahora es el CSIC, veía sólo campos de trigo y cebada. Allí terminaba Madrid. Terminaba como termina una mesa, abruptamente. Había dos tranvías para ir a la Residencia: el 8, que hacía Bombilla-Puerta del Sol-Hipódromo, y el 7, Puerta del Sol-Hipódromo. En ellos venía la gente a la Residencia. Cuando había una conferencia (Carter, Curie, Einstein, Chesterton...), el noventa por ciento venía en tranvía. A la plazoleta llegaban como mucho diez coches. Y desde el tranvía tenían que subir un buen repecho hasta la Residencia. Primer repecho: desde el tranvía al Museo de Ciencias; segundo: desde el Museo a la Residencia. Me acuerdo de que don Ricardo de Orueta, que era del 98, cuando llegaba decía: «Ustedes esto lo suben, pero yo, amigos, casi no llego».

Los fundadores

Eran la educación misma. Fueron los padres de la educación en España. En España no se había educado nunca hasta la fundación de la Institución Libre de Enseñanza; después, en la Residencia y en el Instituto-Escuela. Hasta entonces no se había educado nada porque estaba todo en manos de los curas, y a los curas les hago el favor de admitir que han sabido enseñar matemáticas, física, francés; pero educar, no. Ellos mismos no están educados. A la gente que procede de la Institución se les nota, aparte de que siempre haya una minoría educada per se. Por Giner había devoción. Era una persona mítica. Don Alberto fue su discípulo favorito y lo llevaba en el fondo de su corazón.

¿Élite?

No, no formábamos ninguna élite. Ni don Alberto lo hubiera permitido. Ahora bien, teníamos una especie de sexto sentido de saber que estábamos en lo cierto y de que los demás no estaban en el buen camino, en orden a la formación, a la cultura. Sin presumir, le digo a usted que nos gustaban las cosas de buen gusto, lo cultural, lo artístico. En fin, que no éramos unas bestias; podíamos haberlo sido pero, en fin, no lo fuimos. Nos gustaban los conciertos, escuchar a Chesterton y ver a todos aquellos señores de cerca.

Moreno Villa

En la Residencia escribía, pintaba y despachaba con don Alberto, de quien era gran amigo. Era un hombre encantador, la educación misma. El único amor que le conocí, la mejicana; se casó con ella y fue muy feliz. Fue, quizá, un artista menor, pero todo un caballero.

Madrid, años veinte

Era una ciudad muy interesante. Sobre todo las tertulias, que eran lo más singular porque había muchas y todas buenísimas. Decía el entonces director del British Council, Walter Starkie, que iba mucho por la Residencia: «Se escuchan cosas más interesantes en las tertulias de Madrid que en las academias de Londres». Íbamos mucho a La Granja Henar y también al Café Suizo, que estaba donde ahora está la sede del Banco de Bilbao, y enfrente, al Café Fornos, que fue donde se conocieron varios del 98, Baroja y Unamuno, entre otros. Baroja cuenta que conoció a Unamuno en el Café Fornos y que, cuando se quedaron solos, Unamuno tiró de bolsillo y, sin que se lo pidiera, comenzó a leerle cosas. «No hay derecho», comentaba.

Visitantes ilustres

Casi el que más gracia nos hizo fue Chesterton, porque era un poco borrachuzo, con sus lentes, su panza. Se marchaba a tomar sus cervezas a Madrid. Aunque a esas gentes tan importantes las tratábamos poco. Me hizo mucha impresión Tagore, con aquella túnica, aquellas barbas. Algunas conferencias las traducían. Yo creo que la primera traducción fue la que realizó don José Castillejo de la conferencia de Wells, el novelista. No teníamos del todo conciencia de la importancia de lo que estaba pasando. Nos parecía, hasta cierto punto, natural que vinieran a la Residencia.

Talante liberal

La pasión política que ha existido después de la guerra no la hubo nunca. Los de la generación del 27 se llevaron, del primero al último, perfectamente; se admiraban unos a otros y eran íntimos amigos. Sin envidias. Un Gerardo Diego era un hombre de misa diaria, encantador, y Alberti, que no era comunista entonces, se llevaba con él perfectamente.

La amistad, la poesía

Más que la poesía nos unió la amistad. La amistad y la broma y el pitorreo y los viajes y las noches de Madrid (esto último no mucho, porque tampoco don Alberto lo hubiera permitido, no hay que hacerse ilusiones). Lo pasábamos muy bien. En un plan muy modesto, porque yo tenía un duro a la semana. Buñuel, que se había quedado sin padre y la madre le cuidaba mucho, tenía algo más. Sí, ella fue su gran mecenas; la madre de Luis era un encanto.

El cabaret del Palace

Estuvimos dos o tres veces nada más; era un cabaret muy bonito, al que se entraba por la plaza de Neptuno. Los cabarets de aquella época eran silenciosos, con música muy apagada, en penumbra. Iba con Federico, Luis y Salvador. A Dalí le gustaba aquello. Había una chica morena muy guapa, a la que él llamaba «la rubia», y con «la rubia» se quedó.

Juan Ramón Jiménez

Vino dos o tres veces a mi habitación cuando Federico la compartía conmigo, pero sin saludar a nadie. Era un genio, claro, toda la generación del 27 parte de él y le tenía una admiración enorme. Y eso que estaban todos reñidos con él: Bergamín, Dámaso Alonso, Jorge Guillén, todos. Dentro de la educación exquisita y ática que tenía Juan Ramón, también tenía una lengua viperina que hería sin decir una sola palabrota. Me acuerdo del pobre Guillermo de Torre. Decía Juan Ramón: «Guillermo de Torre, sí, sí. ¡Qué lástima me da de su padre!». ¡Ya es tirar por altura!

Miguel de Unamuno

De solitario nada. ¡Hablaba por los codos! Había que pararlo. Ahora, Unamuno no escuchaba a nadie, no dialogaba. No debía de escuchar a nadie nunca. No es que no me escuchara a mí -que no era nadie claro, un chaval-, sino que no le he visto escuchar a nadie. A mí no me gusta la gente que no sabe escuchar. He conocido a otros muy importantes -Ortega, por ejemplo-, que escuchaban siempre. Unamuno tenía una carencia total de humorismo. Era un hombre excepcional; las cosas positivas son merecidamente conocidas. Lo que uno echaba en falta es que supiera dialogar. Un grupo de catedráticos amigos míos, que coincidió con él en Salamanca, al principio iba a gusto a las tertulias de don Miguel, pero al poco salió corriendo. Todo lo contrario de Ortega, que no se cansaba uno de estar con él por entretenido, Unamuno no es que fuera aburrido, es que no escuchaba, era un monólogo incesante y no todo interesante, claro. De todas maneras, teníamos una gran admiración por él. No nos permitíamos bromas. Buñuel sí; en una carta a mí le tira fuerte. Cuando habla de él dice «ese viejo pedorro».

Pío Baroja

Decían que era muy esquinado, pero no es cierto. Me acuerdo de que la primera vez que le vi, en un chalé del Viso, en casa de su hermana y del editor Caro, iba yo con Alberti. Allí se hacía teatro en el salón, un teatrillo [El mirlo blanco]. Pues bien, no quedaba silla para mí y don Pío subió al piso de arriba y me bajó una silla de esas tapizadas que pesan veinte kilos para que yo, que era un mequetrefe, pudiera sentarme. Me quedé azaradísimo. Don Pío no era tan fiero ni tan hosco, como se ve. Luego pude tratarle y era un hombre muy dulce.

Valle-Inclán

Cuando conocí a Valle tenía veinte años, me presenté en su tertulia con Federico, Alberti y alguien más. Me dijo: «Bello, Bello, eso es de origen gallego». Dio la espalda al resto y habló conmigo más de media hora. «Ah, ¿de Muros? -dijo- allí se ven cosas asombrosas. Allí he visto a un labriego con sus bueyes en el campo vestido de frac y sombrero de copa.» Empezaba a imaginar, como siempre. Pero después me di cuenta de que, a lo mejor, no tanto. Muros está en la Costa de la Muerte y allí había muchos naufragios, y hacía poco había naufragado un barco con prendas muy elegantes. También me contó que en Muros había comprado una caja de botellas de champán por dos pesetas.

Manuel Machado

Conocí bastante a don Manuel Machado porque era compañero y amigo de Moreno Villa y venía a visitarlo a la Residencia. Tenía el reconocimiento de todos porque era un poeta buenísimo. Un poeta fenomenal. Mucho más atractivo que don Antonio, que era muy sopazas, aunque un genio, claro. Muy apagado, muy desaseado don Antonio. Don Manuel iba hecho un pincel. Tuvo buena relación con Federico porque eran, claro, del oficio.

Emilio Prados

Había llegado un año antes que yo a la Residencia. Nos hicimos íntimos amigos. Era encantador. Cuando volvió Miguel, su hermano, del exilio, nos vimos y nos alegramos un horror. Me dijo que venía a quedarse en Madrid y que esperaba que nos viéramos con mucha frecuencia. Desgraciadamente, pudo más el cáncer. Miguel ayudó siempre a su hermano, ¡no digamos!, porque Emilio no ganó una peseta en su vida y, además, pretendía socorrer a otros. Emilio tuvo siempre el estro poético, pero se profesionalizó, por así decirlo, un poco tarde. Eso influyó mucho en la falta de reconocimiento. Sobre el surrealismo En el surrealismo académico no creo. Creo en un surrealismo humorístico. Buñuel decía que no había leído a Breton porque le aburría mortalmente. Creo que no existe un surrealismo, digamos, serio. Lo que conozco, y lo que me atrae, es el surrealismo humorístico, que ya es bastante.

Federico lector

Federico había leído una barbaridad, mucho más de lo que la gente cree. Su cultura literaria era enorme. Español, todo. Para él, el ídolo era Lope. Mucho más que Góngora. Lo de Góngora fue un invento que salió bien, y santo y bueno. Quevedo decía que había que untar con tocino sus libros para que todos pudieran leerlos, haciendo alusión a su condición de converso. Todo lo que conozco de Lope es a través de Federico. Durante varios años hizo lo que él llamaba hacer testamento: se tumbaba en la cama con dos o tres cojines a la espalda, bien tapado con una manta, cogía de la biblioteca un tomo de comedias de Lope, un tomo de aquéllos de Rivadeneyra, y nos leía cada noche una comedia. Leía de una manera gloriosa. ¡Cuidado que es difícil! Federico se lo sorbía. Prescindía de los nombres, dialogaba por entonación, y sólo cuando intuía que el oyente perdía el hilo citaba el nombre del personaje.

Alberti

Tiene una memoria de elefante. Se sabía toda la obra de Federico y la recitaba continuamente. Tiene una memoria patológica. No fue nunca residente, pero como vivía en Lagasca 101, la última casa de esa calle y la última de Madrid entonces, venía todos los días a la Residencia. Venía campo a través.

El homenaje a Góngora e Ignacio Sánchez Mejías

Hoy está considerado el acto fundacional de la generación del 27. La famosa foto se hizo en el Ateneo de Sevilla que dirigía Blasco Garzón, amigo mío. La hice yo, optando por no aparecer, desde luego. De Sevilla estaba, entre otros, Joaquín Romero Murube, como hermano mío, de las personas que he querido más en mi vida. Estuve diez años en Sevilla, desde 1927 hasta el 36. Lo pasé muy bien allí. Ignacio Sánchez Mejías era una persona excepcional. Era un genio, así, sin vuelta de hoja. Un gran talento literario. Una persona asombrosa. Lo traté muchísimo. Estaba siempre admirado de él, de cómo veía un negocio, de cómo trataba las cosas. Me acuerdo de que en su finca de Pino Montano se instaló lo que iba a ser el aeropuerto terminal de Europa, con el poste de amarre de los Zepelín y todo. Fue él solo a París a reunirse con una comisión de expertos franceses y alemanes; por parte de España fue él solo. Los toreó a todos. Clarividente, rápido. Un asombro. Un cariño, un talento para comprender. Lo de menos es cómo fuera como torero. Fue torero a fuerza de talento, a él no le gustaba demasiado. No fue un genio como Joselito toreando, pero no cobraba menos que ninguno.

Salvador Dalí

Un Dalí es el que yo conocí en la Residencia y otro, el posterior. Son completamente diferentes. El de la Residencia era un chico estupendo, gracioso, ocurrente, ingeniosísimo, pintor y dibujante fenomenal; el dibujo y la pintura se los comía, tenía muchísima facilidad. Yo fui el que lo descubrí realmente: pasé un día por delante de su puerta, en el segundo pabellón, en el piso bajo; tenía la puerta abierta, y por el suelo y encima de la cama dibujos y cuadros. Me asomé, entré y le pregunté: «¿Son tuyos?». Me dijo: «Sí, sí». Inmediatamente se lo dije a Luis y a Federico: «Tiene unas cosas fenomenales». Así entró en la pandilla.

José Ortega y Gasset

Con ser muy serio y muy respetado, tenía un atractivo indudable. Le gustaba mucho vivir bien, era muy permeable a la belleza femenina. ¿La aventura con Victoria Ocampo? Bueno, eso se dice, yo no sé. Le llevaba dos palmos de estatura Victoria Ocampo a él, como poco. Ahora, yo le he visto con mujeres muy guapas, con la condesa de Yebes, por ejemplo, que era una belleza despampanante. Des-pam-pa-nan-te. Una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida, Carmen Yebes. Inteligente. Ortega estaba muy bien con ella.

Luis Buñuel

Buñuel era un irracional tremendo. Yo me llevaba admirablemente con él. Presumía de eso, le gustaba, acusaba su machismo. Me contaba como un gran elogio de su padre, un indiano que había hecho fortuna: en la mesa se sentaban los padres en las cabeceras, los tres hijos a la derecha y las cuatro hijas a la izquierda. El que llevaba la conversación era el padre, don Leonardo. Pero no se dirigía nada más que a los varones. Fue a estudiar a Zaragoza una chica prima hermana de los Buñuel y quedaron que los domingos comería en casa de sus tíos. El primer día la chica quiso decir algo pero no se atrevía. En un determinado momento, don Leonardo ordenó: «Luis, trae eso». Se fue a la caja de caudales y sacó una gran tabla de embutidos. La trajo a la mesa y el padre cortó para él, para Leonardo, para Alfonso. La chica no pudo aguantarse y dijo: «Tío yo quiero de eso». «La que se va armar», pensaron todos. El padre dijo muy serio: «Esto no es para niñas». Luis lo contaba con gran admiración de su padre. La temporada que vivió Luis en Madrid el año 35 hasta la guerra, estaba encantado aquí. Hacía películas ¡absolutamente putrefactas!, pero se las pagaban bien. Ricardo Urgoiti, de la misma edad que Luis, era el productor y llegaron al acuerdo de que aquello no lo firmaba. No hacía el cine que le gustaba; pero vivía muy a gusto. Si no es por la guerra, se queda aquí. Su ayudante era Sáenz de Heredia, que era compañero de mi hermano Antonio. Luis estaba encantado con él; además, firmaba las películas. En esa época nos veíamos a diario. Luis era muy hurón, muy solitario y retraído. Hicimos viajes juntos. Fui muchas veces a comer a su casa: ni una sola vez comió su mujer con nosotros. ¡Siendo francesa, donde las mujeres mandan tanto! Esto del machismo lo llevaba dentro, le era consustancial. Nunca le comentaba nada de su trabajo.

La República

A mí me cogió en Sevilla. La voté y la recibí con ilusión. Federico era lo más apolítico del mundo, no le interesaba nada la política. Y Alberti, hizo falta que conociera a María Teresa León para que se hiciera comunista; a él antes todo eso le importaba un bledo. Luego sí, se metió de hoz y coz. Se metió tanto, dio tantos mítines... Fue huésped de Gorki. Stalin les invitó a tomar el té. Cuando volvieron de Rusia, un mes antes de empezar la guerra, me llamó por teléfono. Yo acababa de volver de Sevilla; quedamos en vernos y me contó de dónde venía. Yo les preguntaba, quería que me contasen cosas. María Teresa se reía mucho, pero no me dijeron nada. Si acaso que Stalin era como tú y como yo. No dijeron nada. De cosas de contenido no dijeron nada, con la amistad que teníamos. Se ve que era una consigna del partido.

Bergamín

Me quería mucho. Era tan mordaz como cuentan, y más. Para el que él no quería era mal enemigo. Era un católico especial, un republicano especial. Pepe era muy especial. Resulta que muere en San Sebastián, va el feretro envuelto en la ikurriña y lo llevan unos de Herri Batasuna. También fue comunista especial. Estaba contento de sí mismo, sabía muy bien quién era.

La tertulia de Azaña

Fui durante años a la tertulia de Azaña, en el Café Regina. Era un hombre muy difícil. Algunas veces aparecían Valle y Díez Canedo; también un amigo de Azaña que se llamaba Sindulfo, que nunca supimos quién era ni lo que hacía. Azaña era apagado, muy extraño. Su encumbramiento político no lo esperábamos nadie. No le conocía nadie. Tengo de él buen concepto pero con muchas limitaciones. Como político me parece nefasto, como presidente de la República no digamos, un desastre: falta de presencia de ánimo, de valor. Con Besteiro hablé yo de esto. Un día vino Azaña a nuestra habitación de la Residencia y Federico se empeñó en leerle mis cuentos. Leía de una manera increíble. A Azaña le gustaron y dijeron que se parecían a los cuentos de Lord Dusany; yo no sabía quién era. Hace sólo un mes que he leído algo de este señor Dusany y he podido deducir que ni Federico ni Azaña lo habían leído nunca. Como escritor es como me gusta. Como discurseador me parece bueno. Era el principal enemigo de Ortega, no podía verlo. Cada vez que lo nombraban tenía que soltar algo contra él. Es cuestión de celos literarios, no tienen nada que ver las ideas. Ortega triunfa totalmente y a Azaña lo han leído catorce y el de la guitarra. Era sólo eso.

Besteiro

Durante la guerra iba a verle una vez a la semana. Era gran amigo de mi padre. Durante la guerra estuvo muy mal de salud. Era tuberculoso, estaba en su sillón de orejas, apagadito. Me acuerdo de que en aquella época de carestía de todo me daba una taza de té y dos galletas. Le juro a usted que iba con la ilusión de ver a don Julián, pero también por las dos galletas. El hambre es horrible y obsesiva. Allí me contó que le había invitado el gobierno a ir a Barcelona. Fue vía Valencia y luego en avión a Barcelona. Esto nos contó, a mí y a Alfonso García Valdecasas, de cómo llegó a Barcelona: nadie le recibió; «Prieto -le dijeron- no ha podido venir». Se fue al hotel. A la hora de cenar le dijeron que estaba Prieto abajo. Subió a su habitación, le abrazó casi llorando y le dijo: «Aquí estamos todos prisioneros». «¿Qué dices?» «Aquí el que manda es Negrín; los demás, nada. Tengo dos policías espiándome.» «Me ha citado mañana Negrín», le informó Besteiro. Prieto, sin decir nada, se fue con el rabo entre las piernas. Al día siguiente le recibió un Negrín borracho, abotargado, vociferante: «¡Venga usted, amigo, un abrazo, no se deja usted ver!». Besteiro, siempre tan serio, pretendió hablar del asunto que llevaba. No pudo decir nada. Se marchó sin nada. Con estas mismas palabras nos lo contó un mes antes de terminar la guerra. En ese mismo viaje fue a visitar a Azaña. Y éste le recibió llorando: «¡Ay don Julián! No se marche usted, estamos con un loco al frente del gobierno -a Negrín le tenían horror-. Me mandan un helicóptero para enloquecerme, ahí arriba dando vueltas todo el día». «Usted puede dimitir», le insinuó Besteiro. «No puedo hacer nada, si dimito me matan.» «Existen momentos en los que hay que jugarse la vida», le espetó. Don Julián regresó totalmente desinflado, abatido. Con Casado, hizo lo que se pudo hacer con toda honestidad y valentía. Se pudo haber marchado y no lo hizo.

Después de la guerra

Pocos meses después de acabar la guerra vino a verme a mi casa, en la calle general Goded, una persona muy simpática, muy grata, de buena presencia y buena cabeza. Hablamos largamente. «Usted no pertenece -me dijo- a la Falange. ¿No le interesa?» «No, no lo he sido nunca y ahora, con la guerra acabada, me parece un oportunismo. Sin embargo -le dije-, si usted tiene algún valimiento, y parece que sí, hay una cosa que quería decirle: el asunto García Lorca les va a caer encima. En abril de 1939 están a tiempo de enmendar en gran parte ese disparate. Ya sé que no es de ustedes, que fue una banda de incontrolados, pero a ustedes y al Régimen les va a traer consecuencias gravísimas. Están a tiempo de erigirle una estatua, de abrir un teatro García Lorca. Y si no lo hacen, verán lo que les viene encima.» También le dije: «He tratado durante toda la vida a don Julián Besteiro, y lo tienen ustedes en una cárcel en Carmona; está para morirse, se les morirá en la cárcel; será para ustedes horroroso». Se lo solté todo. A los veinte días moría Julián Besteiro. Falta de política, no sé. Le hablé así porque vi una persona muy receptiva.

Wagner

No por encima de Beethoven, porque Beethoven es la música. Después de él, con mucha diferencia sobre los demás, Wagner es mi favorito.

Tradición ágrafa

Yo he escrito mucho, he roto mucho. Poesía, jamás. He escrito cuentos. Unas cosas son de hace sesenta años, otras de hace treinta. No he escrito nunca con ánimo de publicar. Lo hice para los amigos, para reírnos, por pitorreo. Alberti y yo escribimos el drama aquel, El pobre; era una comedia que duraba media hora. Se iba a estrenar en El mirlo blanco en casa de Baroja, un chalé muy hermoso. La única condición que ponían era que la obra tenía que representarla el autor. Don Pío escribió una cosa muy graciosa que le vi representar, El boticario pantalón. Lo hizo muy bien: allí estaba don Pío en bata y gorro de estar en casa. Nuestra pieza la leyó Alberti -que no lo hacía demasiado bien- y fue admitida. Se quedó que sería en la temporada siguiente, pero al año el teatro de don Pío se disolvió. Por allí acudían Cipriano Rivas Cherif y don Manuel Azaña.