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Blanca Varela
POETA EN RESIDENCIA

José Méndez

Blanca Varela (Lima, 1926), fue en el mes de diciembre Poeta en Residencia, un proyecto patrocinado por la Agencia Española de Cooperación Internacional, que desde su comienzo en 1996, con la presencia del poeta chileno Gonzalo Rojas, tiene el objetivo de favorecer el trabajo de creación de un poeta iberoamericano y acercar su magisterio a las jóvenes generaciones españolas. Blanca Varela realizó una lectura pública de su obra y desarrolló un seminario de cuatro jornadas en torno a los problemas de composición y traducción en la poesía.

La lectura de poemas que ofreció Blanca Varela tuvo dos particularidades: la primera, contar con una de las voces poéticas más radicales de Hispanoamérica, como pudieron apreciar aquellos que no la conocían, y la segunda, el hecho de que Blanca Varela fue nuestra Poeta en Residencia de 1997. Poeta en Residencia es un proyecto, inaugurado en 1996 con la presencia del poeta chileno Gonzalo Rojas, que tiene como objetivo invitar a un poeta iberoamericano durante un tiempo suficiente para favorecer su trabajo de creación, difundir su obra y acercar su magisterio a los jóvenes creadores españoles.

Blanca Varela pertenece cronológicamente a la generación de poetas americanos que emergió con el medio siglo. Coetánea, entonces, de nuestros Claudio Rodríguez, José Hierro o Carlos Bousoño, pero con notables diferencias no sólo literarias, sino de situación en el «orbe» de la creación, para usar una palabra bien querida por Juan Larrea.

Si los poetas iberoamericanos de finales del xix y principios del xx fueron los que dotaron de autonomía, los que emanciparon la creación lírica iberoamericana de la metrópoli española, con Rubén a la cabeza; si las vanguardias de los años treinta tenían voces diversas y tan potentes (Vallejo, Neruda, Moro, Westphalen, Martín Adán) que fundaban el idioma de manera distinta con respecto a la península ibérica, los entonces jóvenes lectores y futuros poetas, entre los que se encontraba Blanca Varela, poseían una tradición propia de enorme valor. A todo ello hay que sumar el hecho, uno de los pocos hechos positivos del siglo que ahora termina, de la internacionalización de la cultura. Es la época del apogeo del pensamiento ideológico, pero también -y eso lo gozamos nosotros ahora-, de un fenómeno nuevo: la resistencia cultural. Una resistencia ética y estética frente a dogmatismos de todo signo que ha dado obras tan atractivas, tan libres, tan radicales, como la de Blanca Varela.

Aquella jovencita que llegó a París a finales de los años cuarenta, con apenas veinte años, recién casada y rodeada de artistas y escritores era, naturalmente, una esponja; pero esponja de un extraño mineral que sólo absorbe lo necesario para su propia expresión. No era el contacto con el surrealismo: fue el contacto personal con André Breton. No era el contacto con el existencialismo: fue el contacto personal con Simone de Beauvoir y Sartre. No era una visitante habitual de exposiciones con su marido, el pintor Fernando Szyszlo: fue Giacometti sentado a su mesa para tomar café. No era una emigrante que transportaba en el bolsillo de su abrigo un viejo libro de Gabriela Mistral o Rubén Darío: fue la charla y la fiesta con Julio Cortázar y Octavio Paz. Eran otros tiempos, probablemente hoy irrepetibles.

¿Qué sucedió entonces?
Surgió una gran añoranza de su primera realidad. Un deseo incontenible de fundar sobre aquella añoranza su propia expresión. Surgió una voz radicalmente moderna y abisalmente volcada en sus raíces. Sí Breton, pero el surrealismo ya lo había gustado antes de abandonar su Lima natal, antes de abandonar la Universidad de San Marcos, en los poemas y la palabra de César Moro, Emilio Adolfo Westphalen o Enrique Molina. Sí el desgarro nihilista del existencialismo, pero claro, existía César Vallejo.

Así, en este mare mágnum surgió Ese puerto existe, el primer poemario de Blanca Varela, que apareció publicado con prólogo de Octavio Paz, uno de los primeros que tuvieron detenida atención para su poesía y que ya en aquel prólogo de 1959 dejó dicho: «Blanca Varela es una poeta que no se complace con su canto. Con el instinto del verdadero poeta, sabe callarse a tiempo. Su poesía no explica ni razona. Tampoco es una confidencia. Es un signo, un conjuro frente, contra y hacia el mundo, una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo y la soledad». También afirmó la obra de Blanca Varela como perteneciente a la «estirpe surrealista». Sabio Paz, distinguía la estirpe romántica del surrealismo y su formulación escolástica.

Roberto Paoli acierta cuando, en el prólogo a la primera edición de Canto Villano, reclama para la poesía de Blanca Varela una dimensión estoica, es decir, una aceptación «dolorosa de la realidad y de su límite metafísico». Más aún, cuando ese estoicismo no es una cuestión formal, no es algo vinculado a la expresión, sino más profundamente a la percepción que de la realidad tiene Blanca Varela.

Adolfo Castañón apunta en la última edición de Canto Villano, la que abarca la producción hasta 1993, que Blanca Varela pertenece a una nueva generación de la poesía hispanoamericana que sintió la «necesidad de no perderse en las selvas elocuentes». Selvas de diversos nombres entre los que destaca, elocuentemente, el de Neruda.

Lo importante de todas estas conjeturas críticas, a mi modo de ver acertadas, que confluyen sobre el primer poemario de Blanca Varela, Ese puerto existe -concebido en el París de los años cincuenta-, es que permanecerán como características del resto de su producción. Un París, recuérdese, agitado por todo tipo de manifiestos, proclamas, y tendencias; un París que ella frecuentaba, además, a través de sus protagonistas. Una voz, por tanto, inusualmente madura en plena juventud. Una voz que no ha hecho sino ahondar en su lecho mineral como un río obstinado y fecundo, un meandro contemporáneo de lo mejor del romanticismo alemán y sus prolongaciones de primeros de siglo. Pienso, por ejemplo, en Georg Tralk.