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Concierto de Francis
Poulenc
Jesús Bal y Gay |
Una de las pocas cosas notables de la presente temporada filarmónica, la visita de Francis Poulenc, hemos de agradecerla, no a alguna de nuestras sociedades de conciertos, sino a la Sociedad de Cursos y Conferencias. Ya el año pasado esta misma sociedad había dado muestras de un despierto interés por la buena música actual, invitando a Maurice Ravel, a Andrés Segovia y Darius Milhaud. La reciente sesión Poulenc demuestra que ese interés no ha decaído ni se ha desviado de la buena senda. Y es una justa lección para la filarmonía oficial madrileña. Las obras que hemos oído a Francis Poulenc —secundado eficazmente por los señores Castrillo, Cabrera y Quintana—, nacidas todas entre 1918 y 1928, demuestran claramente todo lo que fue el estilo «armisticio» y hasta dónde supo llegar hoy en manos de este músico. Yo no quisiera hablar más que del Concierto campestre. Porque él es suficiente para entregarnos, con fidelidad, el mensaje de la mejor música de la postguerra. Mensaje extenso e intenso, pero también claro y sin tortuosidades. En el Concierto campestre —que su autor ha querido poblado de otoñalidades— resuenan las más diversas voces. Allí están las alegrías vertiginosas del Armisticio, con sus «movimientos perpetuos». Alegrías de multitud, vuelta mecánica, automática por el júbilo. Pero allí están igualmente otras voces, que son misteriosas llamadas. Trompas de caza que catastran el mundo. Ecos perdidos en el hedonismo de la hora presente. Al lado de la vulgaridad de una marcha militar, la exquisita distinción —no cursilería— en la captación del paisaje otoñal. Resonancias de música de la calle y de música de Rameau, de Scarlatti y de Schumann. Sólida articulación rítmica y capacidad para las más finas tintas armónicas. (Lástima que por haber sido ejecutado a dos pianos no podamos hablar del colorido instrumental logrado entre la orquesta y el clavecín.) Este Concierto campestre es una bien digna obra de centenario del Romanticismo, como lo son, a su vez, las dos Novelettes. Músicas en las que resuena la voz romántica, del único modo que puede resonar, en este nuestro 1930: pasión que tornasola el acerado plumaje de los pájaros mecánicos. Esto descubierto, ya no nos engañaremos sobre falsos retornos a los viejos estilos. En Poulenc no hay «retornos» porque, desde siempre, hay en él «resonancias». El retorno significa voluntad. La resonancia es independiente de nosotros. En biología juzgaríamos absurdo el ser que pretendiera retroceder hasta uno de sus ascendientes; pero, en cambio, todo ser normal está veteado de resonancias genealógicas. La música de Poulenc es un ser normal. Sus involuntarias vetas le vienen de las más diversas músicas, vetas perfectamente involuntarias, aunque algunos crean lo contrario. (Si Poulenc retorna voluntariamente a Schumann, por ejemplo, es porque le hace falta. Ahora bien: la auténtica resonancia, el origen del movimiento es ese «hacer falta», absolutamente involuntario.) El Concierto campestre no es sólo una música de hoy, sino que es una gran música para todos los tiempos. Perfectamente estructurada, lógica desde el primer compás hasta el último, sentida musicalmente, pródiga en recursos siempre artísticos, reúne todas las condiciones exigibles a una obra maestra. Pero quienes sentimos con poco ardor el ansia de perdurabilidad, preferimos admirar el Concierto en su magnífico y apasionante aspecto de obra de hoy: compendio de la trepidante vida que nos rodea, visión de la naturaleza tras cristales urbanos, fuerza y alegría de los instintos, expresiones aristadas, duras y luminosas, y por encima de todo esto, por debajo y por medio de ello, las trompas de caza que dan sus misteriosas llamadas por entre una naturaleza un poco fatigada y sin objeto. Jesús Bal y Gay Crítica de un concierto realizado en la Residencia (Nueva España, núm. 8, 15-V-1930) |