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Joaquín Nin Culmell

"Nada envejece tan rápido como la vanguardia"

El compositor Joaquín Nin Culmell (Berlín, 1908), hijo del también músico Joaquín Nin Castellanos y hermano de la escritora Anaïs Nin, traza en esta entrevista un panorama del ambiente musical de los años treinta y de su biografía musical. Tras una azarosa infancia, su carácter cosmopolita le lleva primero a Francia, después a Cuba, de allí a España, a Estados Unidos y, de nuevo a Francia, donde estudió música con Paul Dukas en París. Manuel de Falla fue quien orientó sus primeras composiciones. A partir de 1938 comenzó su labor como profesor en varias universidades norteamericanas, actividad que siempre compaginó con la composición. Entre sus obras destacan Tres impresiones y Sonatas para piano, así como canciones populares, recogidas bajo el título genérico de Tonadas.

Pregunta- Hijo de hispano-cubano y francesa de origen catalán, ambos artistas, cosmopolita desde su nacimiento y profesor durante décadas en los Estados Unidos, ¿cómo se formó esta españolidad de la que usted hace gala?

Respuesta- Parece raro, ¿verdad? Hablamos el otro día de la influencia de los nombres que se le dan a los niños. Es muy curioso que el único nombre español, de mis hermanos, sea el mío, porque nací en Berlín, esto ya lo sabe usted, mis padres viajaban mucho y los hermanos hemos nacido, los tres, en sitios muy dispares.

Una primera infancia de viajes, conciertos y gente original y de talento a su alrededor. ¿Guarda algún recuerdo de aquellos ambientes?

Fue una etapa feliz. Recuerdo aquello de D'Annunzio porque mis padres daban conciertos con un programa completamente desconocido para aquella época, música barroca. Mi padre fue el primero que tocó obras para piano y orquesta de cuerda de toda la familia Bach, incluso del viejo Bach, que era relativamente poco conocido entonces. Los programas de canto que interpretaba mi madre eran de música barroca italiana, francesa, inglesa. D'Annunzio asistió a un concierto que dieron en Arcachon, en el cual había una canción italiana que él utilizó después en una novela que se titula Nocturno, donde también describe a una mujer casi adolescente, que es mi madre, aunque entonces no fuera tan joven. D'Annunzio, que debió de ser un tipazo estupendo, vino a nuestra casa —esto lo cuenta mi hermana de manera auténtica en su diario— y fue cuando me conoció, con cuatro años, el pelo largo y rizado, traje de terciopelo, los ojos muy grandes, y dijo aquello de «este niño es un arcángel femenino». Esto hizo mucha gracia a todos, sobre todo a mi madre, que me lo recordaba siempre. Lo auténticamente peligroso era ir vestido de hijo de artistas...

Su lengua materna no fue el español.

Hablaba el castellano bastante mal; hablaba el francés, mi lengua materna, la lengua de mi madre, y el inglés lo aprendí en el colegio. Tengo que decirle que nunca me he sentido muy americano; muy agradecido a las Américas, eso sí, pero no americano. En cambio, cuando volví a España en el año 24 la recorrí prácticamente entera, viajando en trenes de tercera clase y de noche para no pagar hotel. Aquélla fue una experiencia feliz; agotadora, pero feliz.

Y un descubrimiento que sería fundamental para su obra musical.

Claro. Como sabe, tuve que empezar como pianista porque la composición siempre fue mi pasión más personal, más íntima. A propósito de la música popular, que es adonde usted pretende llegar, he de decir que nunca estudié con mi padre, y esto en realidad creo que fue una bendición, porque mi padre era un Virgo, muy disciplinado y ordenado.

Pero sí le influyó en sus elecciones.

¿Cómo no habría de hacerlo? Hasta el punto de que, hasta su muerte, yo pensaba aquello que dicen los psiquiatras: «Yo soy español porque ando buscando a mi padre.» Pero lo más curioso de mi interés en el folclore fue descubrir su trabajo. El trabajo de mi padre es, sobre todo, las canciones populares españolas, los villancicos, más que nada. Allí hay un descubrimiento del folclore. Cuando él muere yo comienzo a sacar los pies del plato y me meto con el folclore, pero sin el miedo de ser un compositor populista. Hace poco que he empezado con esta idea de las Españas. He hecho un montón de canciones del cancionero catalán, pero también de Salamanca, de Andalucía, y las Tonadas. Hay un disco completo sobre ellas.

Sin embargo, su padre salió de su vida cuando usted era aún un niño muy pequeño.

Bueno, fue entonces cuando mi padre pensó que eso de tener mujer y tres hijos era poco compatible, en fin, que no iba muy bien con su carrera musical, y se fue. Muchos años más tarde, cuando yo le llegué a conocer —a los treinta y cinco años lo veía en París, pero no nos hablábamos—, me dejó realmente estupefacto. Un día me decidí y hablamos. Yo le dije: «Oye, ¿tú nunca te preocupaste de tus tres hijos, de que les sucediera algo, que pasaran hambre?» Y me dijo, sorprendidísimo, casi asustado: «Pero chico, es que tu madre era una mujer excepcional.» Es una respuesta realmente extraordinaria, y yo le miraba y él me miraba con unos ojos muy abiertos, muy azules, muy inocentes. «Yo escogí, por lo menos, la mujer adecuada para irme.» Esa frase, el contenido de esa frase, lo he pensado muchas veces, resumía mi juventud.

Fue entonces cuando regresaron a España.

Sí, después de su partida regresamos a Barcelona. Yo supongo —no lo sé— que mi madre esperaba que la partida de mi padre no fuese definitiva. En Barcelona estaban sus padres y estaba Granados, que ella había conocido en París. Mi madre cantaba muy bien y, efectivamente, Granados la nombró profesora de su conservatorio, que estaba en lo que ahora es la Academia Marshall. Mi abuelo era el típico abuelo español de los años 12, militar, para más señas, mal escritor. Mi madre no quiso quedarse con ellos. La abuela era un encanto, era cubana y hablaba el catalán con acento cubano.

Aquella primera visita a España duraría sólo dos años. América sería, de nuevo, su destino.

Una mujer sola en la Barcelona de 1912, aunque enseñando canto, vivía con una economía muy ajustada; más si quería enviar a mi hermana —eso fue una cosa importante— a la primera escuela Montesori, recién inaugurada, y a mi hermano Thorvald a la escuela alemana, que era la mejor. La situación era muy dura y, como mi madre nunca tuvo dudas, nos embarcamos los cuatro rumbo a Nueva York, donde tenía una hermana casada con un capitán de la marina americana, cuyo hijo es Gilbert Chase, el que ha escrito tantos libros sobre la música española, muy buen musicólogo. Pidió el dinero prestado para el viaje.

Y en plena Primera Guerra Mundial.

Sí, pero, verá usted, esto va a resultar paradójico: la guerra se declaró cuando el barco que nos llevaba de Barcelona a Nueva York atracó en Lisboa. Recuerdo que todos los alemanes abandonaron el barco allí... O sea, que llegamos en plena declaración de la Primera Guerra Mundial.

¿Qué sucedió en ese período con su música?

Cuando llegué a Nueva York, yo era la peste bubónica. Entonces me costaban mucho las clases de música. Yo era muy rebelde, los profesores se cansaban. Tuve un montón de profesores. La única que realmente hizo algo —porque me cogió no sé cómo, pero me cogió bien— fue una gallega que vivía en Nueva York y era acompañante de los cantantes del Metropolitan. Recuerdo que tenía una gran cantidad de tics, era fea, encorvada, pero una mujer que debió de tener una paciencia angelical. Se llamaba Emilia Quintero. Había sido la acompañante de Sarasate, nada menos. Recordaba a Sarasate como si estuviera poniendo velitas a un santo. Pero, claro, se terminó la guerra y ella volvió a España. Mucho después sería quien me consiguiera mi primer concierto cuando debuté en Madrid.

Sin embargo, ese niño, ya un muchacho, quiere volver a estudiar en Europa.

Yo le dije a mi madre cuando tenía unos 14 años: «Te tienes que sacrificar y llevarme a Europa.» Yo no sabía nada; sí, me había enseñado yo a mí mismo a leer música. Lo leía todo, lo tocaba todo mal tocado. Un poco como le sucedía a Anaïs con los libros, que se liaba con ellos de pe a pa, pero sin mucho orden. Pues yo también escribía música y leía todo, seguramente lo leía mal y lo tocaba peor, pero me estaba formando un léxico. Y mi madre, casada Anaïs, cuando al marido lo mandan a París, vende la casa y, con esta pequeñísima cantidad y gracias a mi cuñado, puedo estudiar en París el piano.

¿Cómo fue el encuentro con París?

Llego a París y me doy cuenta de que no sé nada. Entonces ya la rebeldía se calmó un poco, porque me metieron en clase con niños de pantalón corto, y eso era un insulto de proporciones mayores. Esto tiene que ver con Unamuno, pero ya le contaré. Estudié muy seriamente, hasta que obtuve el diploma en la Schola Cantorum. Luego, Falla me mandó con Paul Dukas, al Conservatorio. Allí obtuve un premio en el año 32, y en el 35 ya empecé a dar conciertos, a ir a Cuba, a los Estados Unidos; ya era un adulto.

Ése fue un período muy intenso de su formación, y quizás, desde el punto de vista intelectual, el de una mayor influencia de su hermana Anaïs.

Debido al hecho de que yo había empezado tarde y mal, tenía una enorme sed de aprender. Primero, me interesaba la lectura, influido por mi hermana enormemente. Ella me dio la disciplina de leer y, además, la de escribirle cartas explicándole lo que había leído. Ella tenía cinco años más que yo y a mí me interesaban cosas que a ella no: filosofía, teología, poesía y, sobre todo, tuve una gran pasión por leer todo lo que fuera español. De locura, y claro, tenía que hacerme un horario de trabajo porque yo estudiaba piano, y estudiaba piano con un señor que no quería que estudiara armonía y contrapunto, que era lo que a mí me interesaba. Y luego, el interés de leer. Los músicos no leen. A mí me llamaban el lector de libros, que era casi un insulto. Desarrollé todo un horario. Recuerdo que aquel verano me dio por entender a Spinoza. Naturalmente, no le entendía una palabra, pero religiosamente le leía todas las mañanas.

Fue su madre quien propició que usted se encontrara con Unamuno.

Ella sabía el interés que yo tenía. Empezamos a veranear en Hendaya en el año 25. Pero no fue el primer verano cuando le vi... Total, ella le encontró y, como conocía que a mí me interesaba enormemente y mi madre no tenía miedo a nadie, se dirigió a él y le dijo: «Señor Unamuno, yo tengo un hijo que es entusiasta de sus libros y es demasiado tímido para hablar con usted.» Y él dijo: «Que me venga a ver.» Me invitó a su hotel. Yo fui con mi horario, eso fue la gracia: incluí la visita en el horario, con toda mi lectura, las horas... Estaba muy orgulloso de mi horario de trabajo. Le encontré acostado —a él siempre le gustaba estar tumbado— y me preguntó: «¿Qué hace usted?» Le dije: «Soy músico.» Entonces, me explicó que la música no servía para nada porque él tenía una hija que estudiaba piano, «e imagínese, toca estudios, y los toca en público. Eso no es serio». Esto, claro, me apocó un poquitín. «¿Y usted, además, qué hace?» Y yo le enseñé con orgullo mi horario. Nunca se me olvidará su rostro con aquellos lentes pequeños y cuadrados. Lo mira, me mira a mí, lo vuelve a mirar y así durante unos instantes, y, por fin, me dice: «¿Qué se ha creído, que es usted un tren?»

¿Continúa siendo tan estricto con su tiempo?

Nunca más he vuelto a hacer un horario.

En el año 30 tendría lugar su primer encuentro con Manuel de Falla.

Le fui a visitar con mis Tres impresiones para piano y él me hizo observaciones en las que tenía muchísima razón. No me dejaba llamarle maestro —ésta era una manía— y nunca me explicó el porqué, yo lo tuve que adivinar. Me dijo: «Bueno, si quiere, puede volver cuando tenga otra obra para enseñarme.» Y efectivamente volví en el año 32. Falla era un hombre extraordinario porque no enseñaba Falla. Así como hay muchos músicos que enseñan lo que son y hacen pequeños Fallas o pequeños Andrés Segovias, él no, incluso se enfadaba. Por ejemplo, con un detalle de orquestación que me indicó y yo tenía que hacer aquello de «sí, como usted ha hecho en tal obra», él se enfadó, de las pocas veces que me habló tan en serio: «Yo no le enseño para que usted haga lo que he hecho bien, he tomado el tiempo de enseñarle para que haga lo que usted tiene que hacer.» Nunca se me olvidó y, en realidad, me formó también en una filosofía de la enseñanza: liberar al estudiante lo más pronto posible, darle todos los medios. Entonces, en el 32, me dijo que yo tenía que estudiar con alguien en París. De la Schola Cantorum, donde yo estaba, no le gustaba mucho la parte de composición musical. «Yo le puedo dar una carta a Paul Dukas, que es mi amigo», me dijo. Paul Dukas daba clase en el Conservatorio. La matrícula no costaba nada, era por examen y, además, no admitían extranjeros. Pero una carta de Falla me abrió muchas puertas. Dukas me miró: «Usted viene de parte de Falla, ¿puede tocar algo?» Lo hice. «Vuelva usted mañana, que ya está admitido.»

¿Cómo fue la relación con Paul Dukas?

Dukas era muy particular. Así como a Falla no le gustaba que se le copiara, a Dukas no es que le gustara, pero, como muchos artistas contemporáneos, tenía una contradicción entre lo que le gustaba por intuición y lo que le gustaba por razonamiento. Esta contradicción llegó a tal punto que quemó todas la obras que había terminado y en las que no se reunían cabalmente la intuición y el intelecto. Lo que le gustaba a Falla era renovar, Dukas no tuvo el valor. Su enseñanza era más bien irónica; no se burlaba, pero era muy sarcástico y a muchos alumnos les machacó. A mí no me atacó; pero me acuerdo que una vez en clase utilicé un tema español y me dijo: «¿Esto, de dónde viene? ¿Es un tema popular? Todo compositor español tiene que escribir sobre un tema popular.» Y yo tuve una sacudida: «No estoy de acuerdo», le dije. Hoy en día no pasa nada, pero entonces contestar a un profesor era una osadía tremenda. Durante dos semanas no me permitió acompañarle a su casa, como castigo.

Volvamos, si le parece, a sus otros encuentros con Manuel de Falla.

Bueno, las clases con Falla las tengo muy claras en mi memoria. En la segunda visita le mostré mi Sonata breve; en la tercera, el movimiento lento del Quinteto, el principio del primer tiempo —el último no lo había terminado—; y dos canciones de Manrique para canto. Lo de Manrique me lo deshizo totalmente, porque yo no tenía la más mínima idea de cómo hay que hacer para entender bien la poesía a la que se pone música, y esto fue una lección extraordinaria. Pero con el Quinteto sucedió una cosa divertida: Falla me ayudó mucho con el lento; aunque no quería que fuera para el cuarteto de cuerda y de piano, y en esto no seguí su consejo. El primer tiempo yo ya lo había empezado, pero con una influencia suya muy grande, sobre todo en el principio. Tanta que había escrito sobre los esbozos: «Quinteto Nin Culmell por Manuel de Falla.» Cuando se encontró con esto, dejó de escribir, se puso a reír y dijo: «Mire, si me lo deja otra noche, eso tiene arreglo.» Quitó sólo tres notas, nada, pero lo sorprendente es que él le quitó el parecido.

¿Nunca le tentó el mundo de la vanguardia?

No hay nada que deje de ser vanguardia más tarde o más pronto. Lo que era la vanguardia entonces, o hace cuarenta años, y ahora, es completamente distinto. Le voy a poner un ejemplo: yo como pianista toqué, de los españoles, a los Halffter, Rodrigo, algunos en primera audición, todos de la escuela de Madrid y de la escuela de Barcelona, que marcó mucho. Interpreté obras de Rodolfo y de Ernesto, y el homenaje que escribí para ellos, ya que en vida no se llevaban bien, los unió. Pero de Federico Mompou me decían: «Pero, ¿cómo pueden tocar eso, si es música para marquesas francesas? Sin embargo a Mompou se le reconoce en un sólo compás.»

¿Era mejor músico Rodolfo?

Mejor no, los dos eran muy buenos. Rodolfo era otra cosa. Esto que voy a decir lo sé porque soy muy amigo de Manolo Halffter —es casi un hijo—: para mí que Ernesto no dio lo que tenía que dar. En la primera sonata de piano, en muchas canciones, en La corza blanca, por ejemplo, había un futuro extraordinario, bueno, un presente imponente. Son piezas que escribió antes de los veinte años. Pero luego, algo pasó. No sé si el ser el alumno predilecto de Falla le hipnotizó o, quizás, le quitó el empuje para encontrarse a sí mismo.