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Fundación Residencia de Estudiantes

Eterna juventud
José Moreno Villa

Abajo, en unos bancos, platicaban con Jiménez Fraud, Ortega y Gasset, don Blas Cabrera, Sacristán, el psiquiatra, y algunos otros que no eran tan asiduos como éstos.

Jiménez era un fanático para su «Residencia». En los veinticinco años que la dirigió, no dejó pasar un día sin pulir de algún modo, mediante la consulta con personas identificadas con él o con la Residencia, la obra de ésta. Jamás se contentó con que fuese un mero albergue estudiantil. Quería hacer de ella un organismo complejo, donde se educase o formase el «caballero o señor», no el señorito; pero, además, quería que las actividades allí fuesen de interés para la gente de fuera. Por eso creó la Sociedad de Conferencias y la revista Residencia, los laboratorios, las clases, los cursillos. Tenía el mismo amor a su obra que los santos fundadores. Y todo ello sin mojigaterías, sin reglas ni petulancia. Conocía bien la historia universitaria de España y pensaba escribir un libro con ese tema. Alguna vez fuimos a Alcalá de Henares a fotografiar el Colegio de Málaga, fundado en el siglo XVI. Pero conocía también perfectamente las universidades inglesas, y yo creo que soñaba con ir fundiendo lo bueno de nuestro señorial siglo de oro con lo bueno de lo tradicional inglés. Después de todo, hidalgo vale tanto como gentleman. Lo que ocurre es que el hidalgo se enranció, mientras el gentleman no ha perdido la lozanía. La Universidad y la familia fueron dejando caer más y más a sus colegiales e hijos en la plebeyez, no en la democracia. El sentido de la pulcritud moral o el de responsabilidad eran ya ajenos al estudiante o al hijo de familia rica. Y todo esto quería revalidarlo Jiménez, hombre digno de ponerse en la historia de la educación española al lado de Giner y de Cossío.

«La eterna juventud» tardaba en darse cuenta de los ideales de Jiménez, pero al fin los barruntaba, llegando a resumirlos en este concepto: «El espíritu de la casa». Frase que los inconformes pronunciaban con reticencia.

Las personas mayores que yo encontré allí fueron: Don Ángel Llorca, famoso maestro de niños, que tenía su escuela modelo en un barrio tan popular como era el de Cuatro Caminos; don Paulino Suárez, médico especializado en bacteriología; el doctor Guerra, médico también, pero dedicado a la biología, como ayudante de su primo Juan Negrín, el futuro político; Ricardo Orueta, historiador de arte. También estuvieron algún tiempo Marcelino Pascua, que fue embajador en Rusia y en París cuando la guerra intestina, ensayo de la universal, y un dibujante que murió loco, Romero Calvet, gran amigo de Gómez de la Serna. Por cierto, una de sus manías era decir que Ramón había tomado de él el género llamado «greguerías».

Estos fueron los amigos que más duraron. Pero hubo otros que temporalmente ayudaron a Jiménez, por ejemplo, Antonio Cruz Marín y Francisco Beceña, diplomático el primero y profesor de Procedimientos el segundo. Éste murió asesinado en Asturias cuando el levantamiento.

Beceña, Pascua, don Paulino y yo nos reuníamos con Guerra después de las comidas a tomar café en el laboratorio de Negrín, que sólo alguna vez concurría. Hacíamos un café perfecto e invitábamos algunas veces a los famosos personajes que pasaban por la Residencia: Unamuno, Frobenius, Le Corbusier, Max Jacob, etc. Durante los veranos concurría también don Blas Cabrera.

La Residencia tenía un cuarto destinado a los huéspedes ilustres, que desde la creación de la Sociedad de Conferencias eran muy frecuentes. No creo que voy a recordarlos todos. Algunos, además, no vivieron allí. Me acuerdo de Keiserling, de Chesterton, de Aragon, de Calder, de Falla, de Wells, de Valéry –a quien le hice un retrato que anda por ahí en algún libro de homenaje. La lista sería enorme.

José Moreno Villa, Vida en claro, El Colegio de México, México, 1944, págs. 103-105.