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Artes Gráficas Luis Pérez

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M. 4.793-1997

Edita:

Amigos de la Residencia de Estudiantes
Pinar, 23. 28006 Madrid.
Tel.: 91 563 64 11
Copyright©1999
Fundación Residencia de Estudiantes

La mejor casa es aquella en la que se trabaja a gusto
Miguel Sánchez-Ostiz

Me temo que de la Residencia de Estudiantes se puede hablar en pasado y en presente, de lo que ya fue y de la vida que uno puede llevar en ella. Es decir, que puede uno hacerlo desde la sentimentalidad erudita, y escribir entonces una estampa con los ilustres fantasmas del pasado o puede hablar desde el más estricto presente y hacerlo con entusiasmo cierto de lo que vive entre sus muros o desde ellos. Como me temo que lo primero esté ya muy visto y que no hay poeta que no comience su lectura en la Residencia –no sé yo, no sé si ante el temor a recibir un poético y fantasmal papirotazo– sin caer en la tentación de apelar a los fantasmas que rondan por los rincones, en un elogio que tiene mucho de petición de benevolencia y provoca la sonrisa pícara o cómplice o las dos cosas habituales, mejor hablar por una vez del presente, de cómo nos ha ido en esta feria. Porque tengo para mí que la Residencia fue pensada, construida, recuperada, mantenida, para el presente, con la intención de que cuando de crear, de inventar sobre todo, se trata, lo de menos debe ser la evocación nostálgica de un mundo sentimental, en todo caso sólo cabe el estímulo de la muy saludable emulación. Y aun así. Hubo quien aprendió entre los muros de la Residencia algo de humildad y así lo dejó escrito para aviso de caminantes: Gabriel Celaya.

Así diré que la Residencia de Estudiantes es para mí el escenario muy preciso (y algo más que un escenario pasajero) de dos estancias madrileñas marcadas por un par de borrascas de distinta consideración: esas borrascas que la mayoría padece y que tienden a hacernos la vida más agradable o cuando menos más jolgoriosa a todos durante una inolvidable temporada. En las dos ocasiones fue como si hubiese encontrado un puerto de quietud al que permanecer amarrado una temporada hasta que las borrascas amainasen. Y así fui acogido. Y las borrascas amainaron entre otras cosas porque uno las pudo llevar mal que bien a los papeles (al menos durante un rato) y porque los asuntos del corazón humano tienden a no ser nunca ni tan dramáticos ni tan poéticamente fules.

En la primavera de 1990, en una habitación muy hermosa del Pabellón Central, con un perdigón de sombra en ala, mudando la piel, o bajo las nubes, o algo así, escribía páginas broncas y delirantes de Las pirañas, poemas también de Invención de la ciudad, con un propósito de liquidación evidente, de renovación también de una escritura. El mundo de la Residencia me era extraño, desconocido. Desde la habitación que ocupaba –a la que llegué huyendo de otra a cuya cabecera de la cama venía fiel a su cita un ascensor nocturno y embozado (como el romántico murciélago alevoso) sólo bueno para servir de almohada a yoguis tibetanos o a derviches curiosos o a santos jobs redivivos, todos ellos, eso sí, con nervios como cables de amarrar pesqueros en marejada–, se veía al atardecer una vista muy hermosa de Madrid, cuajada de tejados, una ciudad blanca y parda, iluminada por una luz que me resultaba muy clara, y los árboles, los ailantos sobre todo, proyectaban su sombra en el interior en un juego de luces y sombras que me era, por familiar, reconfortante: estaba en otra parte, pero estaba en la casa de mis papeles. Las horas fueron pasadas plácidas, llenas de trabajos y de lecturas y de encuentros estimulantes con amigos para mí inolvidables por su generosidad, por su bonhomía, por su alegría también, por su ausencia de autoritas destemplada. Uno recuerda bien los lugares donde ha trabajado porque son sus verdaderas casas de la vida. Lo dicen hasta los vagamundos profesionales como Bruce Chatwin: la mejor casa es aquella en la que uno trabaja a gusto. Así la Residencia.

En la primavera de 1994, a consecuencia de los esperpénticos incidentes que provocó la publicación de mi novela Las pirañas, pasé otra temporada en una habitación del segundo pabellón que daba al patio de las adelfas. Una habitación silenciosa, monacal, dicen los chistosos a quienes pasar un rato quietos en un cuarto les parece algo extravagante, y a la que los demás nos acogemos como a nautilus providencial, donde escribí un monólogo titulado Carta de vagamundos que iba a ser una suerte de purga del corazón (o algo así) de aquel año durante el que tuve cumplida y variada ocasión de comprobar que escribir con una mediana verdad de lo que uno tiene delante de las narices o le bulle en su revuelta sesera no trae más que problemas de convivencia, y problemas serios. En la Residencia en cambio nada sugería hostilidad, el mundo cierto de la ley del más fuerte quedaba definitivamente fuera, en otra parte, y uno podía escribir de ello mirando hacia otra parte.

Cuando llegué la celinda estaba recién florecida, los iris morados también, las rosas al poco –gracias a los cuidados de alguna jovial jardinera, que diría Boris Vian en un poema muy hermoso, que se afanaba en cuidados en una tierra «que tiene pinta de ser ingrata donde las haya», escribe este hortelano fingido–, a veces soplaba un viento helado, para mí estimulante, que me echaba a la calle al vagabundeo del que está de paso y se hace durante un tiempo profesional de la vida fingida y quiere llevar ésta a los papeles. Al llegar estaba trabajando en una biografía del pintor Gustavo de Maeztu, pero aquella vida a ojo que iba cobrando forma en mis papeles me contagió, no sé, un humor vagabundo que me echó a papeles nuevos, a una nueva escritura, que es para mí el mejor antídoto para la rumia. Formé también intención de escribir un libro titulado Peatón de Madrid, pero la verdad es que lo dejé para mejor ocasión, no fuera a quedarme colgado en uno de esos viajes alrededor de un cuarto de los que es fama que no se regresa. Se estaba tan bien en aquella habitación que salí lo menos posible, mitad ermitaño, mitad emboscado, y preferí pasar las horas sentado a mi mesa de trabajo, sin inquietud, sin otra inquietud que ir poniendo una palabra detrás de otra en las páginas que crecían hasta llegar a una última linea casi siempre fingida, un mero propósito, un empeño fijo: al fin tranquilo, el corazón en calma.