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Olga Orozco Olga Orozco (Argentina, 1920) pertenece a una generación denominada Tercera Vanguardia, que comenzó su producción lírica en 1950. Frente a la suntuosidad de la poesía francesa y a las voces surrealistas que utilizaron sus mayores, la poética de estos autores (Ernesto Cardenal, Álvaro Mutis y Francisco Madariaga, entre otros) y de Olga Orozco está cercana a la poesía anglosajona. La soledad, el dolor del conocimiento y la presencia de la muerte son los temas que definen su producción, compuesta por nueve volúmenes, Desde lejos (1946), Las muertes (1951), Juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Veintinueve poemas (1975), Cantos de Berenice (1977), Mutaciones de realidad (1979), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987), además de dos antologías y su única obra en prosa, La oscuridad es otro sol (1968). Olga Orozco construye un mundo que habla de magias, ritos astrales y ancestrales. Su expresión está vinculada a experiencias vitales y espirituales. Comparte con sus compañeros de generación la ampliación del contexto poético. En la lectura de poemas, realizada el pasado 9 de junio, mostró al público la misión de la poesía que describió en su Antología de 1985: «ayuda a las grandes catarsis, a mirar juntos el fondo de la noche, a vislumbrar la unidad en un mundo fragmentado por la separación y el aislamiento, a denunciar apariencias y artificios, a saber que no estamos solos en nuestros extrañamientos e intemperies» |
CUENTO
DE INVIERNO
Nadie me desmintió la primavera, ni el ardor de las ascuas, ni el oro de la fiesta. Pero hace muchos años que habito en esta choza en medio del bosque, donde las ramas hablan sin motivo, los silencios son crueles y en los sueños más bellos se cobijan los lobos. Tal vez sea la casa de la bruja, o quizás la posada de las ánimas. No lo sé; lo he olvidado como se olvida uno las luces y las sombras de costumbre, o acaso me confunda con el rincón para las penitencias o con el apeadero de los vientos. Aquí los días tiemblan, tormentosos, porque les temen a las noches; nunca se asoma el sol, siempre acosado por los largos colmillos del invierno, y todo cuanto amé se disolvió en las nubes o me fue arrebatado por unas alas pálidas que llegan y se van y en cuyas duras plumas se guarece tal vez la eternidad. ¿Cómo llegué a esta cueva sin calor y sin misericordia? No he dejado guijarros ni migajas de pan como señales de luz para el regreso. ¿Y hacia dónde volver, si todos los caminos me devuelven aquí, como en los laberintos de los niños perdidos? Aunque quizás no vuelva de nuevo a este lugar sólo porque algún vértigo me aspire, sino porque lo llevo adherido a mis pies, a mi propia condena. Lo anticipó la niebla girando con mi paso en el jardín; lo anunciaba el reflejo de esta casa todavía remota en el estanque; lo confirma el chirrido de tu llave en la puerta del oxidado amanecer, cuando ya te aproximas, cuando ya me olfateas, cuando llegas. Sí, tú, la enemiga invisible con corazón de perro, sombra de cuervo, rastro de serpiente; la voraz que consume un poco cada día esta mano que asomo a través de la jaula, a través de mi cuento, hasta el otro final. |