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Actualidad de un acierto
histórico
Morelli
contextualiza la Antología de Gerardo Diego
Gabriele Morelli, catedrático de Lengua y Literatura Española en la Universidad de Bérgamo, es autor de diversos volúmenes acerca del legado poético de la Generación del 27. Ha publicado estudios sobre Lorca, Aleixandre, Guillén, Salinas y Miguel Hernández, entre otros autores. El pasado día 21 de mayo, Morelli presentó en la Residencia su última obra, Historia y recepción de la Antología poética de Gerardo Diego, que ha sido publicada por la editorial Pre-Textos. En el siguiente artículo, el poeta y crítico literario Carlos Bousoño (Asturias, 1923), que fue su presentador, analiza la importancia del trabajo de Morelli en torno a la obra de Gerardo Diego. Carlos Bousoño |
De vez en cuando, Morelli asoma, o cae, o recae por Madrid, para recabar un documento, copiar unas cartas, consultar un dato o una fecha que vengan a corroborar una tesis largamente pensada, o súbitamente concebida, allá en sus tierras italianas. Gran especialista de la Generación del 27, excelentísimo traductor de Aleixandre, ha hecho incursiones decisivas en la poesía de la posguerra española, poniendo en verso italiano libros de Claudio Rodríguez y de Francisco Brines. Ahora le ha tocado el turno a Gerardo Diego y su famosa Antología de la Generación del 27, en sus dos ediciones, la más exigente, de 1932, y la más amplia, de 1934. Se trata de estudiar con minuciosísimo detalle cuanto compete a su proyecto: cómo surgió la idea de hacer una antología, fundamentalmente generacional, y hacerla, además, desde un determinado punto de vista, que es el de la creación, la esencialidad, diferenciando la poesía de la literatura; y a partir de un momento anterior, donde están los hermanos Machado, así como Unamuno y, sobre todo, Juan Ramón Jiménez, que de algún modo resultarán ser, a posteriori, afines a tal punto de vista. Esto es lo que precisamente dio unidad e interés al libro, lo que le otorgó intemporalidad, y lo que suscitó, en el cotarro literario, la indignación de cuantos se sintieron marginados por la implacable selección, un ejemplo de ética estética, tan dura de pelar. Aquí, ante los datos irrefutados que aporta Morelli, ante el cúmulo de cartas que su escrupulosa erudición ha sabido recoger para apoyar sus tesis y para hacernos vivir el ambiente escandalizado, erizado de tantas vanidades heridas, o de tantas sensibilidades frustradas, el lector de hoy no tiene más remedio que entristecerse frente al espectáculo de la nobleza, pero también de la bajeza humana, o frente al cómico efecto que produce la visión del ridiculizador que se pone en ridículo al ridiculizar. Así ocurre con respecto a los numerosos artículos o reseñas con que tantos poetas ofendidos, o resentidos, o humillados, quisieron desacreditar la Antología de Gerardo Diego. Así, González Ruano, refiriéndose a Altolaguirre, Aleixandre y Cernuda, los denomina «esos falsos jóvenes desconocidos», y pregunta por qué no están, en cambio, antologizados Basterra, Quadra Salcedo, Beceris y el Marqués de Lozoya; por qué no Garfias, Rivas Panedas, y finalmente, por qué no, entre los más jóvenes, Alfredo Marqueríe. No hace falta que comente ahora esta lista de genios líricos olvidados, ni la otra de despreciables «falsos poetas»: Aleixandre, Cernuda, Altolaguirre. A este último, González Ruano lo llama, con un diminutivo despectivo, «Manolín». Gabriele remonta al 25 de septiembre de 1924 la primera idea de la Antología futura de Gerardo Diego, citando una carta de éste así fechada, en la que cuenta su visita a Unamuno en París. «Le pedí autorización», cuenta, «para reproducir versos suyos, en mi futura antología, y me la dio de buen grado». En diciembre de 1930 la idea de la Antología se estaba ya fraguando. Pensaba que el libro podría salir en febrero o marzo de 1931. Guillén sugiere a Gerardo el nombre de Basterra, que luego otros echaron de menos en la nómina de los incluidos; pero Gerardo defiende el criterio, más riguroso, de excluirlo, yo creo que con razón, dado lo severo del criterio antologizador y la índole de su meta final. El caso curioso es el de Prados, que se negó a aparecer en la Antología, en nombre, parece, de lo que él consideraba más suyo y revolucionario, el superrealismo. Otro problema fue Cernuda. Cuando llegaron a sus manos las pruebas, faltaban las composiciones pertenecientes al libro Los placeres prohibidos, donde se hallaban los poemas homosexuales. Con altivez y actitud muy suya, escribe Cernuda a Gerardo que, si el editor «por falta de páginas» (ésa fue sin duda la excusa que le habían dado) suprimía esos poemas, él, por falta de interés, se negaba a la inclusión de los restantes. Los responsables de la Editorial Signo, que publicaba la obra, se habían asustado ante la índole de la sexualidad poética que allí se manifestaba sin disimulos ni velos. El poeta pudo más que los púdicos editores, y los poemas salieron como aquél deseaba. En medio de este guirigay de tono subidísimo es interesante destacar el artículo de Pedro Salinas, escrito a favor de la Antología, pero en tono reposado y frío, de intelectual sereno. Les habla directamente a los más chillones y levantiscos, Pérez Ferrero y González Ruano, tratándolos con sumo respeto, que éstos, a mi juicio, no merecían, pero que nos dibuja el ánimo siempre generosísimo del gran poeta y crítico. No voy a entrar en la extraña conducta de Juan Ramón Jiménez, que se negó a ir en la nueva edición, ampliada, de 1934. El libro de Gabriele Morelli se completa con una cuidada edición de numerosísimas cartas cruzadas entre Diego, Palazón y Valdés, a propósito de la edición de la Antología. Quienes me leen podrán comprobar por mis palabras, y pese a la indispensable simplificación del asunto, el extraordinario trabajo del autor: cómo éste nos hace ver y vivir la época literaria de la que nos habla con mucha más fuerza que si la hubiéramos vivido de verdad nosotros. |