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Pedro Laín Entralgo
Memoria
y esperanza de un siglo
Su vida atraviesa el siglo XX y, por tanto, los avatares europeos y españoles hasta llegar a la sociedad postindustrial. Su obra aboga por la reconciliación de los españoles y contra el olvido que fue consecuencia de la Guerra Civil. Historiador de la medicina y profesor universitario, la figura y la labor de Pedro Laín ha recibido recientemente el homenaje de la comunidad intelectual. El Comité organizador del homenaje, integrado por la Residencia de Estudiantes y personalidades de la cultura, diseñó un programa de actos al que se sumaron numerosas personas e instituciones y que se desarrolló en diversas sedes. La sesión inaugural, presidida por la Ministra de Educación y Cultura, Esperanza Aguirre, tuvo lugar el pasado mes de marzo en la Residencia de Estudiantes con las intervenciones de Juan Marichal, Pedro Cerezo y Antonio Lago Carballo. (Carlos Castilla del Pino envió su intervención por escrito.) José Méndez |
Pregunta- La infancia y adolescencia en un medio rural es algo que usted destaca como elemento principal de la formación de su carácter. Después de tantos años, ¿qué recuerda con mayor intensidad? Respuesta- La convivencia familiar en Urrea de Gaén (Teruel), de la que guardo recuerdos gratísimos. El hecho de que mi padre fuera de ideas republicanas y mi madre católica practicante es algo accesorio, en aquella España era algo normal. El matrimonio entre un varón librepensador y una mujer católica tradicional era muy frecuente; baste decir que, cuando la República suprimió el capítulo presupuestario destinado a la Iglesia, mi padre fue el primero que se apuntó al pago voluntario, contando con que mi madre era lo que era. El recuerdo es gratísimo, la relación entre los dos, no sé. Una infancia tranquila, feliz en lo que cabe. Su formación comenzó en la España monárquica y concluyó en la republicana. ¿Cómo era el ambiente pedagógico de una y otra época? En el año 23, cuando comenzaba la dictadura de Primo de Rivera, me matriculé en la Facultad de Ciencias de Zaragoza. El ambiente universitario, descontando excepciones, era garrulo, de escasa información e investigación. Luego sí, realicé en Madrid dos cursos de doctorado, en medicina y ciencias químicas. ¿Cómo era el ambiente del Madrid que usted encontró en el año 30? Yo era un mozo provinciano que viene a descubrir Madrid. Era desde el punto de vista intelectual muy sugestivo, en el orden científico intelectual propiamente dicho y en el orden literario. Era el momento culminante de lo que después he llamado el Medio Siglo de Oro de la cultura española, que abarca desde 1880 hasta la fractura de la Guerra Civil, fractura que surge en el año 34 con la Revolución de Octubre en Asturias. En el treinta coinciden la plenitud de Ortega, la estrella ascendente de Zubiri, como profesor en Filosofía y Letras, y figuras como García Morente, empezaba Gaos, y en el orden científico está en la plenitud de su desarrollo lo que en España se había comenzado a producir a principios de siglo: la física y la química ganan nivel europeo. Yo he dicho que en relación con otras disciplinas se pasa de hablar de la ciencia a hacer ciencia. Esto lo inauguran los hombres de una generación de sabios encabezada por Cajal. Entre 1870 y 1890 empiezan a trabajar Cajal y Menéndez Pelayo («cuando deja de ser polemista» con la publicación de la Historia de las Ideas Estéticas, que en su día marcó un hito), hombres como Torres Quevedo, que nada menos recibió el encargo del transbordador del Niágara desde Estados Unidos. Empieza entonces y llega a ciertas disciplinas antes que a otras. Por ejemplo, las disciplinas médico-biológicas, con Cajal, ahí existe una tradición de hacer ciencia. Cajal en primer término, pero sus discípulos casi a la misma altura: Achúcarro, Tello, Río-Hortega, Fernando de Castro. En fin, una escuela en el mejor nivel de lo que la ciencia cultivaba ese entonces. ¿Ese comienzo de unión entre la cátedra y la investigación llega también a las humanidades y a la medicina con igual intensidad? En algunos casos no tanto, pero en fin. En historiografía, si comparamos la del siglo XIX con la de Hinojosa o Altamira, el salto es muy importante. El arabismo, con la figura de Julián Rivera y Miguel Asín... Otras disciplinas se van orientando en la misma dirección. Gómez Ocaña, que comienza a hacer fisiología experimental, o un cirujano como Alejandro San Martín, que crea la cirugía vascular sobre bases experimentales, ahí en el viejo y sórdido San Carlos, con cabras. En tres disciplinas centrales en la ciencia esto no ha llegado todavía: matemáticas, física y química. Entonces, será al llegar al XX que ese Medio Siglo de Oro comience a dar frutos. En matemáticas, con la obra innovadora de Rey Pastor; en física, con la de Blas Cabrera; en química, en primer término Moles, con otros, instauran la consigna de la época. A pesar del trauma tremendo de la Guerra Civil y del exilio, ese germen ha seguido operando. Como usted sabe, gran parte de los científicos nombrados trabajaban entonces en los laboratorios de la Residencia de Estudiantes.¿Conoció la Residencia en aquella época? Yo estuve en la Residencia, pero no vine a la Residencia. Vine con una tía mía y mis hermanos a un «pisito» que nos costaba treinta pesetas [risas] en Meléndez Valdés. Pero fui a la Residencia, conocí la Residencia como visitante. Era la época gloriosa, la época en la que la Generación del 27 tenía como centro de operaciones la Residencia de Estudiantes. ¿Cuál fue, en su opinión, el papel de la Junta para Ampliación de Estudios en la renovación de la que está hablando? Como he dicho tantas veces, la creación de la JAE fue decisiva en el desarrollo de la ciencia y de la enseñanza, es decir, del nivel de la universidad. Hasta comienzos de siglo la universidad tenía en algunos casos niveles muy altos: Cajal, Menéndez Pidal, Asín. El nivel de los grandes era muy grande, pero no afectaba al conjunto. De 1900 a 1905 tenía un tono gárrulo, oratorio. No había prácticas, no había información. Por obra directa e indirecta de esta generación de sabios se crea la JAE. Eso determinó una gran subida de nivel. Ya en los años diez, veinte y treinta muy buena parte de la universidad estaba imbuida de un nuevo espíritu, había que investigar. A la cátedra va unida la investigación. Eso es obra de la JAE. La cultura española tiene una deuda impagable con la JAE. Pensionado por la Junta, viajó a Viena. ¿Por qué ese destino y no una ciudad de Alemania como la mayoría? Por aquel entonces yo tenía la idea de estudiar psiquiatría y allí el nivel era muy alto. Había, además, una razón económica. La vida era más barata en Viena, en Austria, que en la Alemania de la República de Weimar. Fui allá, al Hospital General, en el que trabajé con el profesor Pötzl que venía de la universidad de Praga. Fue un corto período de contacto con ese nivel. ¿Qué quedaba de la Viena culturalmente gloriosa de principios de siglo? El ambiente político general era de desazón. La República consecutiva a Francisco José empezaba a cuartearse, primero por razones económicas. Había inquietudes sociales fuertes, y empezaba la presión de la Alemania prehitleriana. Incluso en el orden intelectual había empezado un cierto éxodo. En los años 20, casi en la miseria, Viena avanza notablemente en disciplinas como alergología y hematología. Pero ya entonces había comenzado la dispersión de muchos intelectuales. Sin embargo, se había vivido en toda Europa un período optimista, lo que el tópico resume como «los felices veinte». Tiene usted razón, fue el optimismo subsiguiente a la Primera Guerra Mundial. Se acabaron las guerras. Recuerdo el discurso de Ortega en el Ritz para celebrar el armisticio del 18. Pareció que se proclamaba un tiempo nuevo. Lo vemos ahora ingenuo, pero fue real, entusiasta. Por los años veinte, antes de Stalin, la revolución rusa fue recibida con alborozo. Entonces surgieron en Madrid los Amigos de Rusia. Si no recuerdo mal eran miembros de esa asociación tres personas: Jacinto Benavente, Gregorio Marañón y Doña Concha Espina. ¡Nada sospechosos de bolchevismo! Esto significa que el mundo occidental esperaba que aquello fuera una inyección de esperanza. Después vino la Guerra Civil y su breve adhesión a la Falange. Sí, de todo eso habla mi libro Descargo de conciencia. Entré en la Falange por un amigo, gran persona, un vasco navarro que ya era militante cuando, casualmente, le encontré en Madrid. En su casa cayeron en mis manos unos discursos de José Antonio, y aquello me pareció que ofrecía algo. No sé si aquello hubiera podido ser, lo que sé es que tal como estaban las cosas no fue, y no podía ser. El José Antonio Primo de Rivera que ingenuamente -e interesadamente también- quería atraer para sí a Unamuno y a Ortega, ¿hubiera podido ser? Quizá no. Su autocrítica y evolución inmediatas hacia posiciones liberales y democráticas se vio reforzada por el autoritarismo e inmovilismo de la dictadura. ¿Alguna vez pensó que la postguerra podía haber sido diferente? La vida española después de la Guerra Civil fue la que tenía que ser, no podía ser de otra manera. Primero por la base sociológica de la victoria, que era lo que ahora se llama la derechona, la de Franco. ¡Era eso! ¡Era eso! Y eso, era un bloque que permitió que se mantuviera con ciertas concesiones 40 años. Hubieran sido capaces de reafirmarse con otra guerra civil. Fue lo que podía ser. En el orden cultural hubo una cierta voluntad de continuidad, muchos profesores universitarios lo tomamos como un deber. Usted compartió al término de la guerra muchas aventuras intelectuales con Dionisio Ridruejo. Fue subdirector de la revista Escorial, que él dirigía. ¿Cómo era Ridruejo? Ridruejo era un intuitivo muy inteligente con escasa formación que fue ampliando de manera admirable. Absorbía muchos estímulos. En él han influido, primero el contacto con Cataluña a través de su esposa, y también de manera importante sus años de corresponsal en Roma. Siempre quiso suscitar una idea integradora de España. En 1940 usted fue director de la Residencia de Estudiantes. Una Residencia en la que ya no quedaba nadie de la etapa histórica y que en aquellos días estaba al mando de un personaje al que antiguos residentes que volvieron al finalizar la guerra calificaban de «animal». ¿Cómo fue ese breve período de apenas un año? Fui director a instancias de Pedro Gamero del Castillo. «Yo no sirvo, no sirvo, no sé dirigir, no sé organizar...», le repetí insistentemente. Pero finalmente acepté. Por lo pronto, he de decir que yo fui director externo en la Residencia, entre otras cosas porque «el animal» que estaba dirigiéndola hasta mi llegada se adueñó de la casa donde hasta la guerra vivieron los Jiménez Fraud. De allí no lo movió nadie. Yo iba como quien va a clase o a la oficina. Encontré, por suerte, a una persona que había estado ligada a la Residencia de Señoritas, doña Carmen Hacha. Sabía las dotes que tenía como organizadora. Lo primero que hice fue reunir a los grupos heterogéneos que allí había (alguno había sido residente antes de la guerra), aunque la mayor parte eran gentes que venían del frente, alféreces provisionales que querían terminar la carrera. Los reuní a todos en el salón de actos y les dije: «Quiero que ustedes se hagan cargo de cuál es nuestra responsabilidad y, si se quiere, nuestra aventura: vamos a continuar una institución ejemplar en la vida española, en el orden intelectual y en el orden de la educación social». ¿Tuvo algún contacto con la familia de Jiménez Fraud? Muy breve pero muy gratificante. Conseguí rescatar algunas pequeñas cosas que habían dejado los Jiménez Fraud. Un buen día recibo una llamada, era Natalia Jiménez Fraud, hija de don Alberto, yo no la conocía de nada. «Le llamo porque querría verle», me dijo. La cité en mi casa de la calle Lista. «Quiero expresarle mi gratitud en nombre de mi familia -me dijo- porque sabemos el buen recuerdo que ha mantenido de nosotros en la Residencia.» Le devolví aquellas pequeñas cosas. El encuentro venía a decir que existía, aunque tenue, una cierta unión al pasado. Unión que ha sido una de las grandes tareas de su vida. He sido cooperante en salvar en lo posible el tajo que en el orden de la vida cultural española supuso la Guerra Civil. Desde el primer momento intenté restablecer la continuidad de la cultura española. Frente a lo que se llama amiguismo que se resume en que mis amigos son los mejores, prefiero pensar que los mejores deben ser, si no lo son, mis amigos. Mi talante, con la palabra que tanto utilizó José Luis Aranguren, ha sido éste, y crea usted que al fin de mi vida, de lo que estoy menos insatisfecho de mí mismo, es del hecho de que en la España intelectual que yo he conocido posterior a la Guerra Civil, he procurado ser amigo o he sido amigo de todos. De Menéndez Pidal, de Ortega no, pero podría contarle algo de mi admiración y esfuerzo por heredar, a mi manera, el pensamiento español que él inauguró. Esa aristocracia intelectual de España que, a fin de cuentas, es obra de la Junta. ¿Qué opinión le merece la continuidad de unas instituciones como la ILE y la Residencia? Como ya he comentado, tengo una deuda muy particular con la Residencia. Me siento muy feliz de que en la actualidad tenga una presencia tan viva y eficaz en la cultura española, de que sea una institución que pesa en la vida intelectual de Madrid. Esta continuidad, obra de su actual dirección, es una aportación valiosísima a nuestra memoria histórica. Otro tanto, claro, sucede con la Institución Libre de Enseñanza. |