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Jacques
Derrida
en el ciclo Los
intelectuales
Patricio Peñalver
Jacques Derrida nació en Argelia en 1930. Fundador y máximo exponente de la llamada «escuela de la desconstrucción», la influencia de su pensamiento ha impregnado la metodología de las más variadas disciplinas y campos del saber. De su extensa bibliografía, en buena parte traducida al español, destacan títulos como L´ecriture et la différence, La carte postale: de Socrate à Freud et au-delà, o Spectres de Marx. En el ciclo Los intelectuales desarrolló el tema «Estados de la mentira, mentira de Estado. Prolegómenos para una historia de la mentira». Fue presentado por Patricio Peñalver, Catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia. |
Invenciones e hipérboles
Al filósofo franco-argelino-judío Derrida se le asocia habitualmente y hasta maquinalmente a la llamada desconstrucción, nombre éste, para muchos, de un fenómeno cultural meramente parasitario, y en cualquier caso de dudosa reputación para buena parte de la comunidad académica más convencional, más reactivamente defensora de los cánones y la axiomática clásicos en el contexto de los actuales racionalismos epigónicos. En ese contexto a lo mejor no es totalmente inútil repetirlo: a pesar de la sintaxis y la semántica más aparentes de la palabra, ahora ya algo menos repetida, «desconstrucción», el caso es que el verdadero sentido de ésta nada tiene que ver con un gesto, o un tono filosófico destructivo, o negativo, o nihilista, o escéptico. Antes por el contrario: está ligada de modo complejo a la afirmación, e incluso a la afirmación pura y simple, a la afirmación de la vida: a la escritura o reescritura de la memoria del estrato básico del psiquismo. A decir verdad, sólo la combinación de la sordera y la mala fe podía dar lugar al equívoco, violentamente simplificador, de aquella interpretación pseudopolémica de la desconstrucción como presunto fenómeno epocalmente nihilista de una filosofía escéptica, retórica y «literaria». Como si «la» razón estuviera simplemente de parte de aquellos epigónicos logocentrismos aludidos que, al grito de un «vuelta a Kant» (y ¡qué Kant!, reducido a irenista trascendental, metafísico del consenso), y con la ilustración de un Weber y un Pierce, arrojaban, han venido arrojando estos años al infierno de los irracionalismos todo aquello que pudiera inquietar sus dominios, dominados éstos por el universalismo formalista de la comunidad de comunicación. ¿Habrá sido el feroz dogmatismo de tanto teórico de la acción comunicativa una repetición sólo aparentemente más civilizada del monstruoso panfleto de Lukacs sobre La destrucción de la razón? Me atrevo a sugerir esta asociación, que podrá parecer intempestiva, hiperbólica o exagerada, porque ello es que de algunas de las más crispadas manifestaciones de dicho dogmatismo en los parajes de la filosofía española dominante en los últimos quince años, el pensamiento de Derrida ha sido muchas veces directamente blanco favorito, y las más de las veces indefenso. Para muchos, en cambio, la intervención del profesor Derrida («profesor infinitamente serio» lo llamó una vez un gran académico, Maurice de Gandillac) en la Residencia habrá podido ser ocasión de comprobar que no: que su pensamiento no destruye nada, y desde luego no las «grandes obras» de la tradición filosófica o literaria, aunque obliga a repensar el sentido mismo de la filosofía y de la literatura (y de «obra» y de «grandeza»), y aunque invita a leer aquellas obras sin ocultar ningún conflicto, ninguna «dificultad» esencial en la base o en la estructura de éstas. Por ejemplo, la dificultad que se deriva de la complexio de opuestos presente en cualquier estructura textual algo compleja: la complicidad de la voz plena y de la escritura vacía, del espíritu vivo y de la letra muerta, de la memoria viva y de la memoria técnica, de la naturaleza y de la técnica. Es la falsamente estática dualidad oposicional lo que pone en cuestión y, en este sentido, «destruye», la desconstrucción. Ésta, en su manera de leer, tampoco puede ocultar el seísmo categorial y ético-político de nuestra época, la imposibilidad, me atrevería a decir la deshonestidad, en nuestro tiempo, de un tono clásico autocomplaciente. Frente a la mesura formal del clásico, y sobre todo frente a la hipócrita y apotropaica repetición encantatoria de lo clásico por el clasicista, el tono de Derrida –que suele insistir en la importancia del tono en filosofía—, el tono de Derrida es el del exceso, la exageración: la hipérbole (palabra ésta por cierto de Platón también para el acceso al «excesivo» Bien, al maravilloso Bien). De manera que preferiríamos situar a Derrida más bien en la proximidad de la invención, del gesto y el riesgo filosóficos de la invención afirmativa. O, en un plural enfático, invenciones: teoréticas (los conceptos de escritura, huella, diferencia...), o exegéticas (suplemento, phármakon, señal...) o idiomáticas (circuncisión, cenizas, glas...). De esa incesante invención, que en la última instancia es invención de lo otro, inquietud por una alteridad no dialectizable en antítesis con lo mismo, de eso que un código gastado llama fácilmente «creatividad», es lúcido testimonio la proliferante, la desconcertante extensión e intensidad de los escritos de Derrida en estos últimos años. La «generosidad» vital, si así puede decirse, de esta escritura, su fuerza conceptual y autobiográfica, política e idiomática, se ha hecho ahora más visible. Sobre todo desde Espectros de Marx (1993), apasionado ajuste de cuentas con los inmovilizadores neoliberalismos, hasta la ardiente confesión en Monolingüismos del otro (1996), en que legítimamente el autor se ofrece como defensor de la pureza de la lengua francesa, él, el contaminador de todos los códigos, pasando señaladamente por el esencial Políticas de la amistad (1994), el giro, si lo es, de este último Derrida revela abiertamente lo que de todas formas ya había podido saberse: que este pensamiento es una contribución ya no prescindible sobre la esencia de «lo» político y de la democracia, en la época de la aparente despolitización mundial, y de la aparente democracia consumada. |